Cuando alguien cercano muere, todo a nuestro alrededor se difumina y se vuelve aterradoramente opaco. No podemos dejar de pensar en nuestra propia muerte. No es que creamos que vamos a desaparecer ya mismo, es que ya no estamos seguros de que no pueda pasar así. La pérdida entonces es doble: desaparece nuestro amigo, pero también desaparece la seguridad que teníamos de nosotros mismos. La solidez de nuestro mundo pierde de ese modo su fuerza, y el sentido que le damos a lo que nos rodea se revela como provisional; uno de los ligamentos que mantenía todo en orden de repente se ha roto. No podemos entonces ignorar, ni postergar con pragmatismos, la sensación de que lo que somos no es claro, como ya no es clara la existencia de esa persona cercana.
Se ha dicho infinidad de veces que hay que vivir sabiendo que en cualquier momento moriremos. Pretender actuar con la certeza de que vamos a morir mañana es tan frívolo como actuar con la certeza de que somos inmortales. Pero, ¿qué significa eso? Significa, no que debamos entregarnos al placer inmediato, ni a la construcción de grandes proyectos, ni al ascetismo ni al vicio. No significa nada en particular... y sin embargo, cuando la muerte llega demasiado cerca, aparece ante nosotros la pregunta sin respuesta por el sentido que le damos a nuestros actos, y a los actos de los otros; la pregunta por lo que somos en el mundo que construimos sin prestar atención.
«Un hombre que muere a los treinta y cinco años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los treinta y cinco años», cita Walter Benjamin, y corrige: «un hombre que muere a los treinta y cinco años quedará en la rememoración como alguien que en cada punto de su vida muere a los treinta y cinco años. En otras palabras: esa misma frase que no tiene sentido para la vida real, se convierte en incontestable para la recordada». El sentido de la vida de una persona puede ser su muerte, sobre todo para quienes lo recordamos. Pero, ¿cómo construir ese sentido? No todo lo que hace una persona adquiere un significado completo cuando muere, menos cuando muere joven. Siempre fallecer es una interrupción, y por lo mismo, no puede ser esa interrupción lo único que se diga de quien es sorprendido por la muerte. Hay que alejarse de ese lugar común (“tan joven que era”) si de verdad se quiere honrar su memoria.
Es sólo en esa memoria donde podemos buscar el homenaje sincero a esa persona, y a lo que era para nosotros. Nunca sabremos qué significados le daba en silencio a su vida, nunca podremos juzgarla, aún si queremos hacer de ella un héroe o una decepción (el héroe se sabe en secreto mentiroso, el despreciado se sabe en el fondo único y, de algún modo, especial). Sólo nos quedan los significados que, con los actos y palabras que dejó, podemos nosotros tejer en la rememoración.
Quizá el sentido de la vida sea imaginar los sentidos de nuestros actos y de los actos del otro. Por eso, tal vez, los verdaderos héroes sean quienes nos convencen de que su vida, cuando termina, tiene un sentido, aquellos cuya imaginación es tal que logran tejer relatos en sí mismos y en los demás. La verdadera hazaña de una persona sería entonces lograr que, de los recuerdos que han quedado de ella en las mentes de nosotros, puedan surgir relatos que nos ayuden a volver a tejer el sentido de nuestro mundo.
martes, 16 de octubre de 2012
domingo, 22 de julio de 2012
Cómo matar un Nasa
Tomado de Wikipedia |
¿Debería poner por escrito mi posición sobre lo que pasa en el Cauca? Opinar sobre lo que se debe hacer frente a unos acontecimientos de tanta complejidad es una irresponsabilidad, más aún viniendo de alguien que no sabe nada de lo que pasa allá. Por eso no escribiré de lo más importante: la violencia, los indígenas asesinados, los sufrimientos reales. Me ocuparé, en cambio, de lo único que aparece ante mí en este momento: lo que muestran los medios.
Que en el periodismo la neutralidad y la objetividad son mitos es una obviedad; que los medios tradicionales manipulan la información de un modo deshonesto es también algo sabido. Lo que me pregunto es cómo funciona ese sistema de manipulación. Un día dirigen toda su fuerza contra el congreso, un mes después contra los Nasa; el procedimiento es el mismo: mentir. Pero, ¿cómo opera la mente de quienes construyen esas mentiras?
Uno puede imaginarlo: es como si primero discutieran a solas sobre un hecho para saber qué posición tomar. Una vez resolvieran cuál es el interés “legítimo” para defender, decidieran construir una versión de la realidad, distorsionada y publicitaria (perdón por el pleonasmo). Así, si el congreso debe ser repudiado por un acto de corrupción, se crea una historia ficticia en la que ese acto es excepcional (por eso inadmisible), las reglas de la corrupción son recién descubiertas por los medios, y se desenmascaran con sorpresa a los individuos deplorables; ellos saben que no es así, pero lo que importa el resultado final. Igual en el Cauca: ellos saben que la imagen que difundenen falsa y que el problema es mucho más difícil de entender, pero internamente ya dieron el debate y saben qué posición tomar. El público no necesita reproducir esa discusión pues no puede entender (o tal vez sí puede, y ese es el problema), así que les muestran la mentira que, creen ellos, es la verdad esencial.
En el caso del Cauca, lo que ellos piensan es que es más importante defender una posición militar que proteger a las personas. Pero eso no se puede difundir así como así, de modo que las mentiras se dicen para crear un efecto. Este efecto no es una frase, pero si lo fuera sería algo como "los Nasa merecen morir".
Esto, por supuesto, es sólo imaginación. No creo que los dueños y directores de los medios tradicionales se sienten a intentar comprender nada. Tienen demasiado poder y dinero como para tener que hacerlo.
sábado, 7 de julio de 2012
Usar a Platón
Foto de Stephen Ferry, del libro Violentología |
Esta foto, de Stephen Ferry, muestra a Salvatore Mancuso cuando todavía era el jefe paramilitar que decidía dónde ocurrían las masacres. Lo interesante de la foto, por supuesto, es que logra capturar el rostro del que ordena matar en masa: no el de un monstruo que se regodea en el mal, sino el de un hombre pragmático. Sin embargo, lo que más me interesó fue la circunstancia en que se tomó la foto. Cuenta Ferry, en una entrevista, que Mancuso había citado a unos periodistas del New York Times para hacer unas declaraciones y “lavar su imagen”. Había construido una oficina para la ocasión y, en el escritorio, había puesto los Diálogos de Platón para que los periodistas vieran que estaba ojeando filosofía.
El gesto fue interpretado por el fotógrafo como una mentira (por eso escogió tomar esta foto en lugar de la que Mancuso esperaba). Pero podría ser perfectamente cierto. Uno pensaría en la mil veces contada historia de los nazis que lloraban leyendo a Schiller, o en Robert McNamara que, según contó alguien, tenía en su mesa de noche poemas T.S. Eliot (lo que no le impedía ordenar bombardeos de napalm en Vietnam). Sin embargo, todavía parece que la cultura puede servir para impregnar a la gente de integridad moral o autoridad. Mancuso parecía querer decir “yo no soy un salvaje”; lo que no ve es la conexión posible entre leer a Platón y ser responsable de acabar con una sociedad.
Pero si, como cree el fotógrafo, la pose de lector es falsa, lo que ocurre para Mancuso no es que quiera sentirse más civilizado (poner un libro en la mesa no da para tanto), sino que los libros, como la ropa, son un producto con la única función de generar prestigio. Para Mancuso, la cultura es ante todo un conjunto de objetos que le dan la posibilidad de tener una interlocución privilegiada: ahora puede hablar de tú a tú con los del Times.
Lo peor del asunto es que tiene razón. Cuando se habla de usos de la cultura, se suele resaltar su potencial liberador. Pero trazar la línea entre un libro y sus beneficios inmediatos en términos de emancipación es mucho más difícil que hallar el camino entre el mismo libro y el uso, ruin pero efectivo y inmediato, que le encontró Mancuso. ¿Por qué cuesta tanto lograr que un libro se enfrente a la opresión, pero es tan fácil hacerlo cómplice de esta?
lunes, 11 de junio de 2012
Muebles "El canario" (Felisberto Hernández)
La
propaganda de estos muebles me tomó desprevenido. Yo había ido a pasar
un mes de vacaciones a un lugar cercano y no había querido enterarme de
lo que ocurriera en la ciudad. Cuando llegué de vuelta hacía mucho calor
y esa misma noche fui a una playa. Volvía a mi pieza más bien temprano y
un poco malhumorado por lo que me había ocurrido en el tranvía. Lo tomé
en la playa y me tocó sentarme en un lugar que daba al pasillo. Como
todavía hacía mucho calor, había puesto mi saco en las rodillas y traía
los brazos al aire, pues mi camisa era de manga corta. Entre las
personas que andaban por el pasillo hubo una que de pronto me dijo:
Gramófono manual |
Y yo respondí con rapidez:
-Es de usted.
Pero no sólo no comprendí lo que pasaba sino que me asusté. En ese instante ocurrieron muchas cosas. La primera fue que aun cuando ese señor no había terminado de pedirme permiso, y mientras yo le contestaba, él ya me frotaba el brazo desnudo con algo frío que no sé por qué creí que fuera saliva. Y cuando yo había terminado de decir "es de usted" ya sentí un pinchazo y vi una jeringa grande con letras. Al mismo tiempo una gorda que iba en otro asiento decía:
-Después a mí.
Yo debo haber hecho un movimiento brusco con el brazo porque el hombre de la jeringa dijo:
-¡Ah!, lo voy a lastimar... quieto un...
Pronto sacó la jeringa en medio de la sonrisa de otros pasajeros que habían visto mi cara. Después empezó a frotar el brazo de la gorda y ella miraba operar muy complacida. A pesar de que la jeringa era grande, sólo echaba un pequeño chorro con un golpe de resorte. Entonces leí las letras amarillas que había a lo largo del tubo: Muebles "El Canario". Después me dio vergüenza preguntar de qué se trataba y decidí enterarme al otro día por los diarios. Pero apenas bajé del tranvía pensé: "No podrá ser un fortificante; tendrá que ser algo que deje consecuencias visibles si realmente se trata de una propaganda." Sin embargo, yo no sabía bien de qué se trataba; pero estaba muy cansado y me empeciné en no hacer caso. De cualquier manera estaba seguro de que no se permitiría dopar al público con ninguna droga. Antes de dormirme pensé que a lo mejor habrían querido producir algún estado físico de placer o bienestar. Todavía no había pasado al sueño cuando oí en mí el canto de un pajarito. No tenía la calidad de algo recordado ni del sonido que nos llega de afuera. Era anormal como una enfermedad nueva; pero también había un matiz irónico; como si la enfermedad se sintiera contenta y se hubiera puesto a cantar. Estas sensaciones pasaron rápidamente y en seguida apareció algo más concreto: oí sonar en mi cabeza una voz que decía:
-Hola, hola; transmite difusora "El Canario"... hola, hola, audición especial. Las personas sensibilizadas para estas transmisiones... etc., etc.
Todo esto lo oía de pie, descalzo, al costado de la cama y sin animarme a encender la luz; había dado un salto y me había quedado duro en ese lugar; parecía imposible que aquello sonara dentro de mi cabeza. Me volví a tirar en la cama y por último me decidí a esperar. Ahora estaban pasando indicaciones a propósito de los pagos en cuotas de los muebles "El Canario". Y de pronto dijeron:
-Como primer número se transmitirá el tango...
Desesperado, me metí debajo de una cobija gruesa; entonces oí todo con más claridad, pues la cobija atenuaba los ruidos de la calle y yo sentía mejor lo que ocurría dentro de mi cabeza. En seguida me saqué la cobija y empecé a caminar por la habitación; esto me aliviaba un poco pero yo tenía como un secreto empecinamiento en oír y en quejarme de mi desgracia. Me acosté de nuevo y al agarrarme de los barrotes de la cama volví a oír el tango con más nitidez.
Al rato me encontraba en la calle: buscaba otros ruidos que atenuaran el que sentía en la cabeza. Pensé comprar un diario, informarme de la dirección de la radio y preguntar qué habría que hacer para anular el efecto de la inyección. Pero vino un tranvía y lo tomé. A los pocos instantes el tranvía pasó por un lugar donde las vías se hallaban en mal estado y el gran ruido me alivió de otro tango que tocaban ahora; pero de pronto miré para dentro del tranvía y vi otro hombre con otra jeringa; le estaba dando inyecciones a unos niños que iban sentados en asientos transversales. Fui hasta allí y le pregunté qué había que hacer para anular el efecto de una inyección que me habían dado hacía una hora. Él me miró asombrado y dijo:
-¿No le agrada la transmisión?
-Absolutamente.
-Espere unos momentos y empezará una novela en episodios.
-Horrible -le dije.
Él siguió con las inyecciones y sacudía la cabeza haciendo una sonrisa. Yo no oía más el tango. Ahora volvían a hablar de los muebles. Por fin el hombre de la inyección me dijo:
-Señor, en todos los diarios ha salido el aviso de las tabletas "El Canario". Si a usted no le gusta la transmisión se toma una de ellas y pronto.
-¡Pero ahora todas las farmacias están cerradas y yo voy a volverme loco!
En ese instante oí anunciar:
-Y ahora transmitiremos una poesía titulada "Mi sillón querido", soneto compuesto especialmente para los muebles "El Canario".
Después el hombre de la inyección se acercó a mí para hablarme en secreto y me dijo:
Tomado de "Enigma" |
Yo le apuré para que me dijera el secreto. Entonces él abrió la mano y dijo:
-Venga el peso.
Y después que se lo di agregó:
-Dese un baño de pies bien caliente.
Felisberto Hernández (Obras Completas. Vol. 2)
domingo, 3 de junio de 2012
Guardar las ideas
Desafortunadamente no hay tal frasco. Tenemos que cargar con las ideas, viendo cómo se mezclan desordenadamente hasta hacerese indistinguibles, cómo crecen de maneras deformes, cómo se empequeñecen y se esconden, cómo se marchitan o se evaporan.
domingo, 27 de mayo de 2012
Celeste hija de la tierra (Enrique Lihn)
No es lo mismo estar solo que estar solo
en una habitación de la que acabas de salir
como el tiempo: pausada, fugaz, continuamente
en busca de mi ausencia, porque entonces
empiezo a comprender que soy un muerto
y es la palabra, espejo del silencio
y la noche, el fruto del día, su adorable secreto revelado por fin.
Tendría que empezar a ser de nuevo
para aceptar el mundo como si no fuese
solamente lo único que conservo de ti,
tendría que olvidarme
como se olvida lo más negro de un sueño,
soplar en mi conciencia hasta apagar mi imagen,
cerrar los ojos frente a los espejos,
deshacerme y hacerme, soñar siempre con otro,
morirme de mí mismo
para no recordarte a cada instante
como el ciego recuerda la luz y el condenado a muerte
la vida, toda ella, en un abrir y cerrar de ojos,
porque estás más adentro de mí que yo mismo
o existo porque existes
o yo no sé quién soy desde que sé quien eres.
No es lo mismo estar solo que estar sin ti, conmigo
con lo que permanece de mí si tú me dejas:
alguien, no, quizás algo: el aspecto de un hombre, su retrato
que el viento de otro mundo dispersa en el espacio
lleno de tu fantasma desgarrador y dulce.
Monstruo mío, amor mío,
dondequiera que estés, con quienquiera que yazgas
abre por un instante los ojos en mi nombre
e, iluminada por tu despertar,
dime, como si yo fuese la noche,
qué debo hacer para volver a odiarte,
para no amar el odio que te tengo.
Es inútil
buscar a tu enemigo en el infierno
suyo y de esta ciudad, allí donde la música agoniza
larga, ruidosamente en el silencio
y beber en su vaso para verte
con su mirada azul, roja de odio,
el vino que refleja su secreta agonía,
la que en su corazón en ruinas danza
a la luz de una luna tan desnuda como ella
con la misma afrentosa lascivia de la luna
que no se muestra al sol, pero acepta su fuego,
esa virgen tatuada
por los siete pecados capitales
no eres tú o eres otra;
alguien, quizá yo mismo, entonces toca
mi frente y me despierto como el fuego en la noche,
en toda mi pureza,
con tu nombre verídico en los labios.
en una habitación de la que acabas de salir
como el tiempo: pausada, fugaz, continuamente
en busca de mi ausencia, porque entonces
empiezo a comprender que soy un muerto
y es la palabra, espejo del silencio
y la noche, el fruto del día, su adorable secreto revelado por fin.
Tendría que empezar a ser de nuevo
para aceptar el mundo como si no fuese
solamente lo único que conservo de ti,
tendría que olvidarme
como se olvida lo más negro de un sueño,
soplar en mi conciencia hasta apagar mi imagen,
cerrar los ojos frente a los espejos,
deshacerme y hacerme, soñar siempre con otro,
morirme de mí mismo
para no recordarte a cada instante
como el ciego recuerda la luz y el condenado a muerte
la vida, toda ella, en un abrir y cerrar de ojos,
porque estás más adentro de mí que yo mismo
o existo porque existes
o yo no sé quién soy desde que sé quien eres.
No es lo mismo estar solo que estar sin ti, conmigo
con lo que permanece de mí si tú me dejas:
alguien, no, quizás algo: el aspecto de un hombre, su retrato
que el viento de otro mundo dispersa en el espacio
lleno de tu fantasma desgarrador y dulce.
Monstruo mío, amor mío,
dondequiera que estés, con quienquiera que yazgas
abre por un instante los ojos en mi nombre
e, iluminada por tu despertar,
dime, como si yo fuese la noche,
qué debo hacer para volver a odiarte,
para no amar el odio que te tengo.
Es inútil
buscar a tu enemigo en el infierno
suyo y de esta ciudad, allí donde la música agoniza
larga, ruidosamente en el silencio
y beber en su vaso para verte
con su mirada azul, roja de odio,
el vino que refleja su secreta agonía,
la que en su corazón en ruinas danza
a la luz de una luna tan desnuda como ella
con la misma afrentosa lascivia de la luna
que no se muestra al sol, pero acepta su fuego,
esa virgen tatuada
por los siete pecados capitales
no eres tú o eres otra;
alguien, quizá yo mismo, entonces toca
mi frente y me despierto como el fuego en la noche,
en toda mi pureza,
con tu nombre verídico en los labios.
Enrique Lihn
Imagen de Lorenzo Moya |
lunes, 21 de mayo de 2012
Fantasmas
Paul Delvaux - Mujeres de vida galante |
No pasa nada.
Esos días son peores que los malos; de estos tal vez se pueden sacar cosas dignas de ser
recordadas. También son peores que los días que no empiezan bien; al menos no
dejan esa sensación de promesa incumplida. En días así, uno piensa que tal vez los fantasmas sí existen.
Sólo que, en lugar de asustarnos, se sientan a observar cómo nos parecemos cada
vez más a ellos.
viernes, 11 de mayo de 2012
Fragmento de un texto de Téllez
El ensayista colombiano Hernando Téllez escribió esto hace 56 años. Se podría actualizar la termonología, pero la acusación se mantiene:
Ilustración de Juan Antonio Roda |
«Los escritores burgueses somos capaces de enjuiciar y
condenar a la sociedad burguesa. Nos repugna su rapacidad, su injusticia, su
vulgaridad, su sentimentalismo y su cursilería. Pero si se nos propone asumir
personalmente los riesgos correspondientes a otro tipo de sociedad, declaramos
nuestro cinismo: preferimos aplazar indefinidamente esos riesgos, y continuar
beneficiándonos de todas las ventajas del sistema que nos permite usufructuar
la injusticia y aparecer de personeros de la justicia; desdeñar la vulgaridad y servirnos de ella; abominar del
sentimentalismo y colaborar en todas sus ceremonias; detestar la cursilería y
garantizar su apogeo.
»Una cierta porción de clarividencia sobre nuestra
incomodidad moral y nuestra duda, nos niega el derecho a cualquier exculpación.
“D’abord innocents sans le savoir nous etions maintenant coupables sans le
vouloir” [Primero inocentes sin saberlo ahora éramos culpables sin quererlo].
No. Somos deliberadamente, esplendorosamente culpables».
Hernando Téllez. Tomado de “La conciencia burguesa”
Literatura y sociedad - 1956, ediciones Mito
domingo, 6 de mayo de 2012
Escultura (cuento)
Victoria de Samotracia |
Gabriel Rudas
Desde esta esquina de la galería se
ve poco. A mi izquierda la fila de cuadros parece no tener fin, a mi derecha la
puerta de entrada sigue cerrada. El único cuadro que alcanzo a ver es el
retrato de la mujer de amarillo, y está torcido. Siempre fue tan importante
para mí que las pinturas estuvieran en el lugar correcto, pero sobre todo que estuvieran
alineadas, que pasaba horas colgando cada una de ellas. Creo que nunca me podré
acostumbrar a ver un cuadro inclinado. Bastaría con un pequeño ajuste para corregir
el problema, tan fácil como pararse enfrente y moverlo un poco. Pero ahora
hasta llegar a la pared me agota demasiado.
A veces intento acordarme de las otras
pinturas, pero aunque sé en dónde están y por qué las puse allí no puedo recordar
cómo eran. Por eso prefiero observar el retrato de la mujer. Siempre me ha
gustado mucho, de hecho era mi pieza favorita antes de que me encontrara la
escultura de Ícaro. En esos días disfrutaba bastante imaginar qué clase de
mujer era, cómo había llegado al cuadro, cómo eran sus amigos y por qué había
escogido ese vestido amarillo de encajes. Le ponía un nombre, intentaba
descifrar una personalidad que se adivinara en sus ojos entrecerrados, y hasta
le contaba las historias que le había inventado en esos días. A veces era un
mujer rica de los cincuenta que venía de lejos o se quería ir lejos; otras
veces era una chica que llegaba de una fiesta de disfraces; otras una
adolescente que, entre la curiosidad y el miedo, se probaba el vestido de su
abuela recién muerta. Al cabo de un tiempo me aburría y la dejaba a un lado
para fijarme en las nuevas piezas que había comprado, pero siempre al final regresaba
a ella y le creaba un pasado nuevo. En el fondo creía que, si la historia que
le contaba llegaba a coincidir con su verdadera vida, la mujer comenzaría a
moverse y me diría algo. Eso nunca llegó a pasar, y cuando vino la escultura de
Ícaro me olvidé por completo de ella y de las demás pinturas.
Hacía tiempo sabía que quería una
escultura para hacerle compañía a los cuadros. Había considerado varias
opciones, e incluso había sopesado qué tan grande debía ser y cómo debía estar
ubicada en la galería de modo que no se rompiera el equilibrio. Ninguno de esos
planes se ajustaba a la escultura de Ícaro, tan grande y asimétrica. Pero
cuando la vi allí, sobresaliendo en los escombros de esa casa demolida, me
inquietó de tal manera que tuve que detenerme y acercarme. En ese momento no
pensé la casualidad de que justo cuando estaba buscando esculturas me
encontrara una abandonada. Creo que ni siquiera consideré inmediatamente llevármela;
sólo me preguntaba cómo habían podido olvidar entre la basura una figura tan
particular, con ese rostro blando pero a la vez severo y ese mármol que, siendo
tan viejo y lleno de grietas y golpes, lograba transmitir inexplicablemente una
sensación de juventud.
Recuerdo que tenía cierta reticencia
a recoger un objeto de la calle para llevarlo a mi casa, así que ese día
regresé pretendiendo que el asunto no importaba demasiado; incluso me dije que
después de todo no sería buena idea tener una escultura en una galería de
cuadros. Sin embargo, cuando vi las pinturas de nuevo no pude apreciarlas del
mismo modo. Era como si hubiera caído sobre ellas una telaraña y ya no me interesara
que me dijeran nada. Al final sólo quería regresar y traer la escultura. Ahora me
da la impresión de que la mujer de amarillo me mira como reprochándome ese
abandono. No sé si debería pedirle perdón, aunque no sea sincero. De todos
modos ya no creo que se vaya a mover jamás; luego de vigilarla por tantas horas
estoy casi seguro de que su quietud es invulnerable a cualquier relato.
No fue así con Ícaro. Desde que lo
puse en el anaquel frente al retrato de la mujer me di cuenta de que era
diferente. Al principio me preguntaba qué había sido antes de llegar, pero con
el tiempo se hizo evidente que esos pensamientos no tenían sentido. Aunque
quisiera, no podía inventar un pasado para él. Parecía que no necesitaba de
nadie para descubrir sus historias, como si ya las supiera desde hacía mucho. Sentía
que algo en su forma o en su rostro no me permitía tener ninguna actitud
consistente hacia la escultura, pero tampoco podía evitar volver a ella una y
otra vez. No sabía cómo comportarme, hasta que al fin entendí que el problema
era pedirle algo o buscar algo en ella, como hacía con las otras piezas. Comprendí
que era la escultura la que me pedía algo que yo no podía descifrar todavía,
pero que implicaba permanecer allí sin otra expectativa que la contemplación
misma.
Tal vez por eso no me sorprendí cuando comenzó
a moverse. No era que no me importara, al fin y al cabo había buscado algo así
por tanto tiempo y lo había intentado con tantos cuadros. Pero estar ahí frente
a Ícaro en movimiento hizo que ese pasado de intentos y búsquedas pareciera una
anécdota irrelevante. No sé cómo explicar lo que me sucedió allí cuando agitó
las alas. Podría decir que era la precisión, la elegancia que se sobreponía al
moho y al mármol desportillado, o esa dignidad que no se rebajaba a la ruin
posibilidad de volar. Pero no se trataba de eso. Vagamente pensé que lo que
estaba viendo hacía parecer que todas las cosas que estaban allí, y todo lo que
había hecho, eran preludios a sus lentos aleteos.
Ícaro - Odilon Rendon |
No sé si Ícaro se movía para mí o
para sí mismo. Lo cierto es que, cuando se quedó quieto de nuevo, la sensación
de impotencia y la posibilidad de que hubiera sido un momento que no se
volvería a repetir me impidieron volver a dormir. Después de verlo ya no podía
conformarme otra vez con un cuadro que sólo espera a que le inventara cosas.
Nunca supe cómo evitar que dejara de
moverse, y aún no lo sé. Al principio creí que con traerle pájaros para que se
los comiera era suficiente, y funcionó por un tiempo; luego pensé que con darle
mi ropa y abrirle la puerta para que saliera le probaría definitivamente mi lealtad.
Me alegro de que haya perdonado esa ligereza. A veces pienso que me deja aquí y
no vuelve para castigarme por haber querido comprarlo con actos tan avaros.
Pero cómo creer eso de él, ahora que no ha dejado de moverse por tanto tiempo y
se ve tan feliz. Además, no es tan malo estar acá frente al retrato de la mujer
de amarillo. Quizá debería intentar una historia, así sea para pasar el tiempo,
aunque el cuadro no se mueva y esté mal colgado. He estado pensando en ir hasta
allí, saltar para darle un golpecito por debajo del marco y enderezarlo. El
problema es que es muy difícil usar al mismo tiempo los brazos para caminar, impulsarse
y luego tocar el cuadro con la fuerza exacta; se corre el riesgo de no calcular
bien y torcerlo para el otro lado o, lo que es peor, hacerlo caer. Además tengo
los brazos entumidos y me hormiguean las manos.
Ahora que estoy aquí, solo, no puedo
evitar pensar que quizá algún día no pueda volver a ver a Ícaro moverse ni
siquiera unos pocos minutos. Intento no darle vueltas al
asunto y distraerme; no vale la pena recordar mis errores del principio, o lo
egoísta que fui después al pretender que sólo con renunciar a algunas cosas
podía merecerlo. No sé cómo pude suponer que rechazar el aire de la calle, el
orden de la galería o la luz de la casa eran sacrificios que me hacían digno de
él, como si esas cosas no hubieran perdido de antemano su significado, como si no
hubiera ya renunciado a ellas cuando encontré la escultura. Sé que no es así
como conseguiré que no vuelva a quedarse quieto, pero aún no encuentro cómo hacer
algo que sea bastante para él, algo irreversible.
Lo mejor es esperar. Puede regresar
en cualquier momento. Tan pronto entre por la puerta le señalaré el cuadro para
que lo enderece. Intenté pedírselo cuando salió pero iba tan rápido que no le
pude decir nada, además no me estaba prestando mucha atención. Debe estar muy
emocionado como para fijarse en esas cosas. Ojalá regrese pronto. Desde que le
di mis piernas tarda cada día se más en volver. A lo mejor lo convenzo de que encienda
la luz o me cambie de sitio.
domingo, 29 de abril de 2012
Héctor Abad, colono
Hacer un comentario sobre algo idiota es un asunto
peligroso: se puede caer en la estupidez, como por contagio, o se puede
terminar publicitando, y hasta legitimando, la idiotez que se comenta. Aún así,
a veces vale la pena correr el riesgo, pues muchas veces la majadería deja ver
mejor los problemas que las elaboraciones sofisticadas.
En este comentario no alcanzaría a exponer las razones para
refutar con propiedad los argumentos de Abad. Habría que empezar por decir que
la vara con que se mide el éxito europeo viene de Europa, y que por eso siempre
la medición llevará a la conclusión de su superioridad. Habría que señalar que
incluso la idea de buscar modelos sociales en naciones ya es sesgar la mirada
hacia una manera Europea de entender el mundo. Habría que recordar que la
explotación a las colonias no fue un hecho incidental, como implícitamente
afirma Abad, sino que fue (y sigue siendo) la condición inicial del bienestar
de Europa. Por último, habría que explicar que las políticas de la diversidad y
de la identidad no nacen para preservar purezas inexistentes, sino para
enfrentar discriminaciones y violencias estructurales; y que el hecho de que
todos seamos mestizos no significa que históricamente todos hayamos sido
tratados con la misma dignidad, de modo que ignorar esa exclusión es ayudar a
perpetuarla.
Pero la mentalidad de la que viene esta manera de pensar no
es, como pareciera, la de los conquistadores; tampoco la de las viejas élites criollas
(herederas de los conquistadores). Es la mentalidad del colono.
Los colonos han sido un grupo social contradictorio: continuamente expulsados por la pobreza, por los poderes centrales y por los terratenientes, fueron lentamente ocupando lugares cada vez más alejados del país, sólo para ser expulsados de nuevo. Pero, al mismo tiempo que víctimas, han sido los artífices de la expansión civilizadora con toda su brutalidad: cacería de indígenas, violencia racial, desastre ambiental. Son los que han completado la gesta de los antiguos conquistadores europeos, aunque no disfruten de las mieles de las grandes extracciones de riquezas que estos gozaron, ni sean reconocidos sino como ciudadanos de segundo orden.
Hoy en día, sin embargo, hay otra acepción para la palabra «colono»: un citadino de clase media más o menos acomodada que, sin ser un gran dueño de tierra, decide lanzarse al mundo rural para convertirse en pequeño terrateniente. Este nuevo colono está lejos del gran poder, pero se encarga de «domar» los territorios alejados de los centros urbanos (es decir, arrasarlos para volverlos productivos). Creo que muchos de esos nuevos colonos tienen una ideología: una mezcla de emprendimiento e ignorancia, de afán civilizador y complejo de inferioridad, de alegre negación de la diferencia en nombre de un progreso difuso. Esa ideología se ha expandido más allá del ejercicio mismo de la nueva colonización y su violencia. Ahora aparece como discurso, en la pluma de un novelista menor, disfrazada de amabilidad y sentido común.
Varios amigos han estado comentando la reciente idiotez de
las columnas del escritor Héctor Abad Faciolince. Sus opiniones sobre casi
todo, me dicen, han dejado de ser comentarios sensatos, para convertirse en elaboraciones
facilonas de prejuicios. Casi todos mencionan como ejemplo sus desatinos sobre
el teatro; a mí me parecen más interesantes sus desatinos sobre la identidad
latinoamericana.
En una de sus últimas columnas, dedicada a la Cumbre de las
Américas, se queja de la retórica antiimperialista. Su conclusión es que «si queremos independizarnos “del yugo
imperial yanqui”, entonces que sea solamente para volver —como quería [Álvaro]
Mutis— al tibio seno generoso de la vieja Europa. En crisis y todo, a Europa le
va mucho mejor que a nosotros». Según Abad, nos iría mejor como «departamentos
de ultramar» de los europeos porque su modelo de civilización, con todos sus
fracasos, es el mejor que se ha inventado en cinco mil años.
En otra columna, había escrito contra las políticas de acción
afirmativa orientadas a las minorías étnicas. Argumentaba allí que definir con
precisión quién debería beneficiarse de estas políticas (si es que alguien
debería hacerlo) era caer en el mismo tipo de pensamiento de la ultraderecha
racista. Para Abad, no vale la pena pensar en razas o etnias en Colombia porque
todos somos bastardos, y por lo tanto basta con la categoría homogénea de
«mestizo» para despachar todos los problemas asociados a la conflictiva diversidad
del país.
Foto de Daniela Abad |
Cada argumento aquí esbozado requeriría de muchas páginas. Por ahora, solo quiero comentar que la
reivindicación de ese mestizo sin problemas de identidad y el deseo de «volver»
al vientre de la civilización europea hacen parte de una misma forma de pensar.
De hecho, sus recientes columnas son sintomáticas de lo que creen muchos de nuestros
intelectuales bienpensantes. Las ideas de Abad, de un origen más viejo que las
retóricas antiimperialista y de identidad que él denuncia, se pueden
esquematizar del siguiente modo: hay que purificar este territorio
para que, algún día, se adapte del todo a un ideal modelo europeo de
pensamiento. Se podrán conservar los elementos locales, pero estos deberán organizarse dentro de ese
modelo esencialmente superior. El problema es que en Colombia no se ha avanzado
lo suficiente en esa dirección.
Lo que no parece entender Héctor Abad es que el proceso
mismo de implantar ese modelo es en gran medida el causante del sufrimiento que
lo rodea. Las dos últimas columnas de Abad versan sobre Brasilia y sobre la
traducción, respectivamente. En la primera, repite el ya sabido horror de la
ciudad planeada con perfecta racionalidad, pero que no se adapta a la
complejidad humana. Incluso en esta inocente columna, Abad ignora cómo eso que
lo horroriza es la consumación de su propio sueño de arreglar Latinoamérica sin
entenderla. En su última columna, elogia el oficio del traductor, pues logra
hacer puentes entre formas de pensar diferentes a las nuestras. Abad no ve que el
maravilloso ejercicio mental que posibilita la traducción se puede hacer en
ámbitos distintos; él podría, por ejemplo, intentar entender esas otras
realidades (o escuchar a quienes se han ocupado de buscar esos puentes, esas
traducciones), antes de negarles a los otros sus derechos o declarar que su destino
es adaptarse a un modelo supuestamente superior.
Por supuesto, la relación entre el eurocentrismo y la miseria,
la violencia y la corrupción no es directa, pero existe. La utopía de un mundo
a la europea sólo tiene sentido si se hacen varias operaciones mentales
perversas: primero, hay que engrandecer artificialmente a Europa (incluso con
sus horrores, como suele hacer Abad en varias columnas). Segundo, en virtud de
alcanzar ese modelo engrandecido, hay que negar la diversidad, es decir,
reducirla a una variante cultural que debe obedecer y adaptarse al modo de ser
de un grupo. Tercero, hay que desconocer la historia de brutalidad que ha
rodeado la diferencia en nuestras sociedades. La idea del mestizo como alegre
bastardo sin problemas de identidad, destinado al cosmopolitismo, se sustenta
en la imagen de un sistema social en el que no hay conflictos culturales, o
estos se ignoran.
Los colonos han sido un grupo social contradictorio: continuamente expulsados por la pobreza, por los poderes centrales y por los terratenientes, fueron lentamente ocupando lugares cada vez más alejados del país, sólo para ser expulsados de nuevo. Pero, al mismo tiempo que víctimas, han sido los artífices de la expansión civilizadora con toda su brutalidad: cacería de indígenas, violencia racial, desastre ambiental. Son los que han completado la gesta de los antiguos conquistadores europeos, aunque no disfruten de las mieles de las grandes extracciones de riquezas que estos gozaron, ni sean reconocidos sino como ciudadanos de segundo orden.
Hoy en día, sin embargo, hay otra acepción para la palabra «colono»: un citadino de clase media más o menos acomodada que, sin ser un gran dueño de tierra, decide lanzarse al mundo rural para convertirse en pequeño terrateniente. Este nuevo colono está lejos del gran poder, pero se encarga de «domar» los territorios alejados de los centros urbanos (es decir, arrasarlos para volverlos productivos). Creo que muchos de esos nuevos colonos tienen una ideología: una mezcla de emprendimiento e ignorancia, de afán civilizador y complejo de inferioridad, de alegre negación de la diferencia en nombre de un progreso difuso. Esa ideología se ha expandido más allá del ejercicio mismo de la nueva colonización y su violencia. Ahora aparece como discurso, en la pluma de un novelista menor, disfrazada de amabilidad y sentido común.
jueves, 19 de abril de 2012
Hay que ser práctico
Tomada de "Entrepreneurship" |
“Ese es el problema de ustedes”, dice el hombre. “Se niegan a ser realistas, nunca proponen nada realizable y sólo saben decir que no".
viernes, 13 de abril de 2012
Interrupciones
Conversación con mi hermano y un amigo camino al trabajo.
Tema: cómo dar cuenta de una realidad caótica y cambiante sin reducirla; la
abstracción es quizás un acto de imaginación, pero no por eso debe desecharse,
pues…. Un indigente se acerca, nos pide
dinero, nos negamos, nos insulta. Silencio incómodo. El caos de la realidad
entra a saco en nuestro mundo de epistemologías.
Esa misma tarde, seminario de literatura latinoamericana.
Tema: la cultura latinoamericana, según ciertos poetas y pensadores brasileros,
puede relacionarse con el pensamiento europeo, no como el sumiso colonizado que
aplica las teorías, sino como el caníbal, que se las apropia como quiere, las digiere
y las convierte en energía para sus fines. Es una apropiación rebelde de tipo…
Ruido de trompetas y tambores, música de marcha. Frente a nosotros, en el Museo Militar, rinden honores a un general. Sabemos
de qué se trata, pues hemos visto al llegar los carros blindados, los fusiles
y los soldados que nos miran con desconfianza, aunque ya nos han requisado
varias veces. El poder ha entrado a saco en nuestro mundo de rebelión textual.
Por la noche comparto el taxi con el profesor del seminario
y conversamos. Tema: la visión de la tradición poética de T. S. Eliot. Eliot
incluía muchas veces fragmentos y temas de Dante en sus poemas. En “La tierra
baldía” no solo copia a Dante, sino a la Divina Comedia tal como la recibimos,
con toda la tradición crítica que aparece en las notas al pie. Por eso "Tierra baldía" tiene notas al final que explican cada verso. Eliot quería…. La
emisora del taxista a todo volumen nos deja sin palabras. El locutor conversa
con un oyente sobre lo conveniente que es follarse a todas las empleadas de
servicio doméstico que limpian la casa. “A mí sí me gusta follármelas rapidito,
¿y a usted?”, dice el locutor. “Claro, claro, es que eso es lo rico”, responde
el oyente. Una tradición más permanente ha entrado a saco en nuestro mundo de
diálogos poéticos.
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