viernes, 21 de junio de 2013

Sobre el mito de Pepe Mujica

Hace poco vi una entrevista a Pepe Mujica, presidente de Uruguay. Como era de esperarse, la entrevista es una confirmación de la imagen que lo ha hecho famoso entre los intelectuales  liberales y en la izquierda de Facebook, y que llegó a su clímax en la cumbre de Río. La pregunta que se hacen todos ahora es ¿por qué no podemos tener un presidente como Mujica? Por supuesto, si la pregunta se tomara en serio, habría que evaluar la gestión del presidente uruguayo en detalle, así como sus acciones anteriores como ministro, como senador, o político profesional.

Pero lo que pide la gente es tener un presidente que corresponda a la imagen que Mujica ha construido de sí mismo. Como todo político exitoso, Pepe Mujica fundamenta su imagen pública en algún mito nacional. Sólo que él se ha vuelto además mito internacional. Él es sabio, pobre, pacifista, sensato... en suma, bueno. Incluso, insiste tanto en seguir siendo un campesino, que pareciera haber llegado a la presidencia casi por azar, casi obligado.
 Como toda imagen pública, la de Pepe Mujica es parcialmente cierta, pero no es toda la historia. Lo de los zapatos viejos es verdad. Pero sus políticas están más orientadas a respetar los deseos de las grandes corporaciones y a estimular el consumo; lo del campesino que cultiva crisantemos es cierto, como lo es su carrera de político de alianzas multipartidistas llenas de cuotas burocráticas. Esto no significa que sea un mal presidente (no tengo suficiente información). Esto significa que su imagen tiene que ver más con una ficción nacional que con un programa de gobierno.

El mito tiene que existir de antemano para que el líder lo encarne con maestría. Entonces la pregunta no es cómo Mujica llegó así a la presidencia, sino cuál es esa imagen que de sí mismos tienen los uruguayos que los hace susceptibles al encanto de Mujica.

José Batlle y Ordóñez
José Batlle y Ordóñez
La clave de esto está en la parte de la entrevista sobre el aborto y la legalización de las drogas (15:50). Dice Mujica: “¿Por qué pienso así [pro legalización]? Porque pertenezco a un país pequeño, pero que ya por 1910 discutió el alcohol y tomó esta decisión: no se puede evitar que la gente chupe y se emborrache. Entonces el estado nacionalizó la producción de alcohol y sabía que se hacía un alcohol de boca bueno sin entreverar alcohol de madera, lo cobraba caro y de ahí sacaba recursos para atender la salud pública; fue genial el estado uruguayo que hizo eso, fue el mismo que reconoció la prostitución...”. ¿Cuál fue el genial estado que hizo eso? El del gobierno de José Batlle y Ordoñez. Batlle es la figura política mítica de Uruguay, e incluso la figura fundacional efectiva. No sólo logró consolidar por primera vez el control territorial total en su primera presidencia, sino que durante sus dos gobiernos (y el de su títere Claudio William) se vivió la gran bonanza de exportación de carne y cuero de principios de siglo. Como en Argentina, esta bonanza significó para Uruguay convertirse de repente en una potencia económica mundial. También significó una entrada repentina a la modernización. Pero Batlle fue además un progresista en lo moral, un impulsor de la tolerancia étnica y un proteccionista de la industria. En su gobierno, subsidiados por el estado, crecieron a la par burgueses, inmigrantes, maestros y edificios. Cuando en la crisis del 29 la economía mundial se vino abajo, y por ende la uruguaya, Batlle se convirtió en un mito pasado.

Descanso, óleo de Juan Manuel Blanes
Gaucho uruguayo
Mujica ha construido la imagen de un restaurador de la modernidad de Batlle. Por eso habla de aborto, legalización, subsidios y seriedad en los compromisos comerciales adquiridos (es decir un nada izquierdista respeto por la inversión capitalista global) apelando, no al cambio, sino a un retorno al origen. Pero Pepe es también un campesino asceta que vive retirado del mundanal ruido. Es a la vez un estadista y un viejito sabio. ¿Cómo logra conjugar ambas imágenes? Especulo que aquí entra a jugar el otro mito uruguayo: el gaucho solitario. Ese hombre solo, libre, que vive en los campos y se resiste a la tentación de lo trivial y mundano. Como Batlle y el gaucho son esencialmente uruguayos, pueden convivir sin contradecirse en un solo personaje.


 ¿Podríamos tener un presidente como Mujica? López Pumarejo tal vez sea algo parecido, si uno piensa en algunas de sus políticas. Pero ese oligarca liberal generoso no puede inspirar sino a historiadores y economistas progresistas. En la historia reciente, ¿quién ha logrado convertirse en un mito así? ¿Gaitán? Probablemente ¿Galán? Lo dudo. En los últimos años, un presidente logró aglutinar un fervor nacional, pero siempre actuó contra la gente que gobernaba. No creo que cada pueblo tenga el gobernante que se merece, pero cada gobernante intenta hacer de sí el mito que la gente quiere. Yo preferiría que tuviéramos otros mitos.

lunes, 10 de junio de 2013

Ensayos de fin de curso


File:Ensayos.jpgDespués de calificar montañas de trabajos por demasiadas semanas, encuentro que para varios estudiantes el único criterio a tener en cuenta al escribir es adivinar qué es lo que quiero que me digan e intentar complacerme. No hay que escandalizarse: un trabajo de curso, que se escribe en uno o dos días, no se supone que pueda ser mucho más que eso, más aún cuando lo que uno mismo propone es que el estudiante demuestre que puede poner en práctica ciertos conceptos. Pero hay un tipo de gesto de complacencia en los estudiantes que me llena de preguntas. ¿Qué significa que alguien intente repetir, exactamente, lo que uno dijo en clase? Es decir, no re-elaborar una idea para que se adapte a la tarea del trabajo, sino repetir frases exactas, incluso las que se dijeron a manera de broma. ¿Qué significa intentar “decir lo que el profesor quiere escuchar”?
Quejas aparte (los profesores tendemos a quejarnos mucho), pienso que hay en ese tipo de gestos un doble acto: por un lado, hay un desafío al profesor: si se repite lo que dice en clase, él va a caer en la adulación y la va a premiar. También es posible que el estudiante quiera “preservar” su mente del daño que le puede hacer tomar en serio el trabajo; si intenta realmente hacer todo el proceso mental que se le pide corre el riesgo de contaminarse, de ceder al autoritarismo del sistema, de “castrar su mente”. Por eso repetir frases de los apuntes es una forma de pasar el curso sin perder su preciada esencia. Lo preocupante es que en ambos casos el estudiante puede tener razón: si usa la adulación es porque ha funcionado; si teme comprometerse en el ejercicio de escritura, y prefiere hacer un truco, es porque siente que ya ha perdido mucho de sí mismo en el mundo escolar. Por supuesto, es poco probable que se piense así; es más probable que se trate ante todo de una costumbre adquirida. Pero, entonces, ¿hasta qué punto uno continúa ese proceso degradado que los estudiantes han vivido desde el colegio?

Pero la preocupación debe matizarse. Para el estudiante, un trabajo de curso puede ser una imposición inadmisible a su talento (en el peor de los casos), o una especie de juego en el que tal vez aprenda una manera diferente de hacer las cosas, que puede servirle en el futuro (en el mejor de los casos). Para el profesor, es una tarea de seguimiento a la labor de los estudiantes y a la suya propia (en el mejor de los casos), o una fuente de aburrimiento (en el peor de los casos). De todas maneras, tan pronto uno fija su mirada en cualquier lugar fuera de la burbuja académica, se da cuenta de que es algo de una importancia modesta.

lunes, 3 de junio de 2013

Los bárbaros


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Acabo de de releer el relato de Kafka "Una hoja vieja" (lo copio en la entrada anterior). El cuento tiene, por supuesto, muchas de las obsesiones de Kafka; puede ser leído como una de esas parábolas sobre la modernidad, sobre la omnipresente ausencia de la ley, sobre el desamparo del sujeto impotente, etc. Sin embargo, esta vez pensé en una lectura apócrifa: el cuento bien hubiera podido haberse escrito hoy en una ciudad de Colombia.

Tenemos entonces zapateros, comerciantes, tenderos, que de repente se ven invadidos por una barbarie que lentamente los había estado rodeando. No saben qué hacer, pero alimentan a los invasores, y los dejan estar. Durante años la pesadilla había sido algo lejano, pero ahora ha llegado hasta ellos, junto a sus casas en las puertas mismas del palacio. Allí, el gobernante observa y se inclina ante el horror, sin hacer otra cosa que poner como escudo a sus ciudadanos. La escena se parece a la sensación que tiene tanta "gente de bien" de las ciudades.  Quien dice proteger al pueblo observa inmóvil cómo la pesadilla se extiende; ¿no será el emperador quien llamó a los jinetes, no será que los soldados no se retiraron por miedo, sino para dejar que aquellos hagan su trabajo? Además, imaginamos el horror de la guerra como una barbarie que nada tiene que ver con nosotros y que sólo nos llega por "un malentendido", pero la alimentamos constantemente. ¿No será que, por las noches, algún comerciante o tendero prueba a disfrazarse de bárbaro y se une a ellos en su masacre de bueyes?

Una hoja vieja - (cuento de Franz Kafka)

Es como si se hubieran descuidado muchas cosas para la defensa de nuestra patria. Hasta ahora nos hemos desentendido de ello y nos hemos dedicado a hacer en nuestro trabajo, pero los acontecimientos de los últimos tiempos nos preocupan.
Tengo un taller de zapatería en la plaza que está ante el palacio imperial. Apenas abro mi tienda al amanecer ya veo los accesos de todas las calles que llegan hasta aquí ocupados por gentes armadas. Pero no se trata de nuestros soldados, sino, evidentemente, de nómadas del norte. De una forma incomprensible para mí se han abierto paso hasta la capital, que, sin embargo, está muy alejada de la frontera. En cualquier caso, están aquí y parece que cada día hay más.
Conforme a su modo de ser, acampan al aire libre porque detestan las casas. Ocupan su tiempo en afilar las espadas, sacar punta a las lanzas, hacer ejercicios a caballo. Han hecho un verdadero establo de esta tranquila plaza mantenida siempre escrupulosamente limpia. Bien es verdad que nosotros a veces intentamos salir de nuestras tiendas y quitar al menos la mayor parte de la basura, pero cada vez ocurre esto con menos frecuencia porque el esfuerzo es inútil y además nos pone en peligro de caer bajo los furiosos caballos o ser heridos por el látigo.
No se puede hablar con los nómadas. No conocen nuestra lengua y apenas tienen una lengua propia. Entre sí se entienden de una forma parecida a como lo hacen los grajos. Una y otra vez se oye ese grito de los grajos. Nuestra forma de vida, nuestras instituciones, les son tan incomprensibles como indiferentes. Por esta razón también se niegan a adoptar todo lenguaje por señas. Ya te puedes dislocar las mandíbulas o retorcerte las manos en torno a las muñecas, ellos no te han entendido ni jamás te entenderán. A veces hacen muecas, entonces el blanco de los ojos les da vueltas y les sale espuma por la boca; sin embargo, no pretenden decir nada con esto ni tampoco quieren asustar, lo hacen porque es su forma de ser. Toman lo que necesitan. No se puede decir que usen de la violencia; ante su intervención uno se echa a un lado y lo deja todo a su merced.
También han cogido más de una buena pieza de mis provisiones, pero no me pudo quejar de ello si veo cómo le va al carnicero. Apenas introduce sus mercancías ya se lo han arrebatado todo, y todo es devorado por los nómadas. También sus caballos comen carne. A veces un jinete está tumbado junto a su caballo y ambos se alimentan con el mismo trozo de carne, cada uno por una punta. El carnicero tiene miedo y no se atreve a poner fin al suministro de carne. No obstante, nosotros lo comprendemos, juntamos dinero y le ayudamos. Si los nómadas no recibieran carne alguna, quién sabe lo que se les ocurriría hacer. De todas formas, quién sabe lo que se les ocurrirá hacer incluso consiguiendo diariamente la carne.
Hace poco el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el esfuerzo de matar, y por la mañana trajo un buey vivo. Jamás volverá a repetirlo. Yo permanecí tumbado aproximadamente una hora en la parte de atrás de mi taller, aplastado contra el suelo y con todas mis ropas, cobertores y almohadas colocados sobre mí, sólo por no oír los mugidos del buey sobre el que se arrojaban los nómadas desde todas partes para arrancar con los dientes trozos de carne caliente. Ya hacía rato que todo estaba tranquilo antes de yo me atreviera a salir. Cansados, estaban tumbados en torno a los restos del buey como los borrachos alrededor de un barril de vino.
Precisamente en aquella ocasión me pareció haber visto al mismo emperador en una ventana del palacio. Nunca en otras ocasiones viene a estos aposentos exteriores, habita solamente el jardín más interior, pero, en esta, al menos, así me lo pareció, estaba en la ventana y miraba con la cabeza agachada lo que ocurría ante su palacio.
¿Qué ocurriría?, nos preguntamos todos, ¿por cuánto tiempo aguantaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe cómo expulsarlos de nuevo. La puerta permanece cerrada. La guardia, que antes entraba y salía desfilando solemnemente, permanece ahora detrás de las ventanas enrejadas. La salvación de la patria nos ha sido confiada a nosotros, artesanos y comerciantes, pero nosotros no estamos en condiciones de hacer frente a semejante misión, tampoco nos hemos vanagloriado nunca de ser capaces de ello. Esto es un malentendido y nosotros perecemos como consecuencia de él.
“Ein altes Blatt” (1917), en Un médico rural, 1919.
La metamorfosis y otros relatos, ed. y trad. Ángeles Camargo,
Madrid, Cátedra, 200914, págs. 234-236.