sábado, 11 de noviembre de 2017

Mujeres que escriben


Una de las mejores novelas cortas que he leído recientemente es Distancia de rescate de Samantha Schweblin.  Me obligó a suspender todo lo que estaba leyendo (y haciendo), y me impidió siquiera formular un pensamiento sobre la novela por varias horas. Eso, para mí, es el signo de que estoy leyendo algo excepcional. Luego de un tiempo, sin embargo, sí que he pensado en lo que leí. Una de sus principales fortalezas es que explora el amor filial, el amor materno, para volverlo extraño y horrible, y sin embargo iluminador para todos los que hemos interactuado con madres o con la maternidad (o sea, casi todo el mundo). Es la maternidad de una mirada literaria femenina, no sólo porque la escritora es mujer, sino porque la experiencia subjetiva y animal del amor de madre se vuelve material de la literatura. Pero es femenina, sí, porque la escritora es mujer. Porque sólo una mujer hubiera podido encontrar ese horror y esa angustia que encontró Schweblin y volverla  artística, de modo que ahora yo, aun siendo un hombre (al que, por lo tanto, le es vedado parir), pueda imaginarla. Además. la experiencia femenina de Distancia de rescate no es solamente biológica. Es también política y económica (está el campo y la ciudad, está el capitalismo extractivo, está el desastre ambiental, están las clases sociales); es también literaria (está Aura de Fuentes, está Cortázar, está Rulfo, está María Luisa Bombal) . Es una operación literaria sobre la subjetividad de una mujer, que se ha construido por la posición que la historia y la sociedad le imponen. Algo similar puede decirse, y se ha dicho, de Rosario Castellanos, de Clarice Lispector, de Cristina Peri Rosi, de Alejandra Pizarnick, de Luisa Valenzuela, y un largo etcétera.

La cuestión es que la inclusión de las mujeres en la literatura implica cambiar lo que puede llegar a ser la literatura, y lo que puede conocer ésta del mundo. Y eso implica cuestionar y cambiar lo que se considera universal, atemporal, o estético. Así, el feminismo ha hecho que muchos libros sobre mujeres fatales no hayan resistido el paso del tiempo (afortunadamente). Muchos otros sí han sobrevivido, pero ahora los leemos de otro modo, pues su supuesta capacidad de comprensión del alma de las mujeres dependía únicamente de no leer o escuchar lo que las mujeres tenían para decir sobre sí mismas y sobre los hombres, y sobre la política, la historia, la tradición literaria, etc. Algo similar ocurre en otros ámbitos. ¿Se puede leer igual La cabaña de tio Tom después de Leer a Franz Fanon o a Aime Césaire? ¿Podemos leer del mismo modo lo que dice Isaacs sobre los esclavos en María después de leer a Manuel Zapata Olivella?

Excluir a las mujeres de la literatura es en sí mismo una injusticia, pero no solo contra las mujeres, sino contra todos los que pensamos que la literatura dice algo sobre el mundo. Es una mutilación a la sociedad.

La calidad estética es difícil de definir, e intentarlo siempre lleva a discusiones sinuosas. Rápidamente, diré que nunca es exactamente lo mismo que hablar de política. Pero nunca está separada de la ideología y, por lo tanto, de la política. Y eso incluye la larguísima historia de ignorar, suprimir o ahogar en la falta de medios de difusión el pensamiento de las mujeres en todos los ámbitos de la vida pública, incluyendo la literatura.

Por eso, la pregunta por la configuración del campo cultural actual, y la intervención del estado o de las corporaciones más visibles en ese campo, debe plantearse más allá de los términos de representación o de de calidad. ¿Por qué? Porque, sólo si uno puede establecer de una vez por todas un criterio de calidad estética desvinculado de toda otra consideración ideológica (lo cual es imposible), sólo si uno está seguro de que no existen infinidad de momentos en los que injustamente se excluye la posibilidad de que las mujeres escritoras sean escuchadas y tomadas en serio (lo cual  es imposible), sólo si uno demuestra definitivamente que esa exclusión da igual y que no se gana nada con una mujer que escribe (lo cual es imposible), uno podría pensar que la exclusión de las mujeres de un evento, financiado por el estado con el fin de difundir la literatura colombiana, no fue machismo, sino el natural resultado de la falta de calidad de todas las mujeres que escriben.

Digo esto porque eso es lo que implican quienes minimizan el escándalo de esta semana: que es perfectamente natural construir todo un cuerpo de conocimiento que se ocupa de entender a los humanos ignorando a la mitad de los humanos, que a eso se le debe llamar calidad estética y se la debe proteger de la impureza ideológica de pensar que las mujeres escriben y que deben ser escuchadas.

martes, 4 de octubre de 2016

Mi venganza





-Para Ángela Pinzón y Héctor Castillo, en los días después del No


No acepto la condescendencia de decir que una sociedad que se lanza al odio y a la autodestrucción lo hace siempre por ignorancia. No. Las mentiras que les dicen sus líderes a veces son, en efecto, para ocultar verdades inadmisibles. Pero muchas veces son coartadas morales. Quienes las escuchan saben que no los engañan sino que les dan un cuento para sentirse bien, aunque actúen desde la mezquindad. Saben que reemplazan los actos difíciles que implican buscar el bien común por historias que justifican emociones oscuras. Lo sé porque los he visto muchas veces, y porque yo he sido así también. Muchos de ellos no dimensionan el daño que hacen porque su principal decisión ética ha sido no dimensionar ese daño. No son así con todo, ni todo el tiempo, pero muchas veces es lo único que muestran. ¿Qué los mueve? ¿Autoritarismo, envidia y venganza? Lo cierto es que ante todo quieren desaparecer aquello que, con su sola existencia, hace que su vida desluzca. En eso consiste su odio.

Image result for colombia plebiscito bojayaA veces me imagino que puedo vengarme de algunos de ellos. Es una venganza pequeña, pero para mí, basta: imagino que tienen hijos. Uno de ellos crece y no les cree más; piensa que debe hacer algo distinto. Busca opciones, y se transforma. Imagino que yo participo de ese proceso. No lo inicio, no lo guío, pero doy un empujón. Ayudo a la hija a alejarse de la coartada moral. Ahora ella va a trabajar en contra de la mezquindad de sus padres. Así me vengo de ellos por haber arruinado la posibilidad de que la sociedad en que vivo mejorara un poco.

*

Hay una historia que he escuchado muchas veces, sobre todo de gente que ahora tiene sesenta años y vivió  los movimientos sociales y culturales de los 70 y los 80. Sus padres eran ultraconservadores, laureanistas o liberales de whisky o de tamal. Los hombres tenían que ser machos, las mujeres rectadas, y todo lo que fuera pensar distinto se resolvía con una cachetada. Colegios de curas o monjas y compañeros conformistas. Pensaban que estaban solos, pero tenían la certeza de que lo que les presentaban no era el camino, que ser minoría no los eximía de luchar y vivir a contrapelo. Tenían que romper con su familia, fuera en confrontación directa o, más difícil aún, en una lucha interna que implicaba reconocer las taras internas.

A veces compartían sus ideas con otros, y poco a poco encontraban gente que seguía su mismo impulso. Casi siempre los más viejos les decían que no fueran ilusos, que cuando crecieran verían como eran las cosas: les auguraban conformismo. Pero a veces aparecía alguien mayor que ellos y que no era conformista. Sí, no tenía la vitalidad de ellos, pero conservaba la integridad. Les decía que las desilusiones eran para decantar y madurar, pero que eso no significaba volverse cínicos sino agudos. Esa persona les había ayudado a encender la llama.

A algunos de ellos les ocurrió que esa llama se convirtió en un deseo de cambiar la sociedad. Formaron grupos, se organizaron actuaron. Y siempre pasó un momento en que creyeron que sus intentos estaban a punto de dar resultado y que su generación era la del punto de quiebre. De repente las cosas se malograban, en gran medida porque justamente su generación se parecía más a los padres represores que al futuro que imaginaban. Habían olvidado que eran igual de pocos a cuando estaban solos en el colegio. Entonces sentían el puñal de la traición de su pares. Muchos de ellos terminaron volviéndose cínicos: si veían un joven entusiasta lo desanimaban. Otros en cambio se dieron cuenta que la historia es más larga que una vida humana y que los actos inmediatos solo son un tejido mínimo en la complejidad del mundo. Entonces, cuando menos pensaron, ya se habían vuelto como esa vieja obstinada e irónica que les había dicho que siguieran, que no le creyeran a los viejos pecuecos que los atajaban.

*

Siento que debería ayudar a encontrar una solución. Nuestros actos son apenas tejidos, y estamos tejiendo en medio de un huracán. Podemos tejer con el ojo mezquino de nuestra propia frustración, y maldecir el viento y el agua que nos arruina la lana.  Eso no es otra cosa que la rabia de verificar la obviedad de que hay un gran vacío entre el poder individual y el deseo. Podemos también tejer abriendo los ojos y fijándonos la tormenta.

lunes, 15 de agosto de 2016

Los colegios, los valores y la amenaza gay

Cuando era niño era homofóbico. No sé por qué. Mis padres no lo eran, al menos no explícitamente. Cerca de mi casa había varias peluquerías de barrio, y había una en la que todos los peluqueros eran o travestis o abiertamente homosexuales. La idea de un peluquero homosexual  era un lugar común en Colombia, en gran medida porque era uno de los trabajos dignos que podían ejercer. Aunque muchos peluqueros no eran homosexuales, al parecer las mujeres los preferían  porque se creía que los hombres cortaban mejor el pelo que las mujeres, pero al ser gays no  había riesgo de que las manosearan. Como, a diferencia de otros países, en Colombia no es común segregar por sexos las peluquerías, estas eran pequeños espacios de relativa tolerancia de género. Digo relativa porque yo mismo era un ejemplo de intolerancia: no entraba en la peluquería de los maricas porque me daba miedo y repulsión. Recuerdo que incluso le hablé del tema al peluquero del lado, que no me parecía gay, pero que ciertamente se incomodó con mi comentario. Tal vez fue en el colegio donde me enseñaron a repudiar a los gays, aunque no creo que lo hicieran directamente. Recuerdo, sí, una profesora que decía cosas como que las tijeras eran una herramienta solo para mujeres y que los únicos hombres que podían usarlas eran, justamente, los peluqueros.

Película Hotel Gondolín
La siguiente vez que interactué con una persona abiertamente homosexual debía tener unos doce años. Se trataba de un amigo de mi madre. Ya para ese momento no era homofóbico, pero no recuerdo cuándo ni cómo cambié. Creo que simplemente estaba mejor informado, tal vez precisamente por mis padres. Ellos solían decirme que no creyera nada de los que los profesores decían en el colegio, sobre todo cuando se trataba de la moralidad.

Ayer hubo una marcha multitudinaria de cristianos en Colombia. Su intención era impedir un plan del Ministerio de Educación para luchar contra el matoneo y acabar con la discriminación por motivos de género. Es decir, fue una marcha para defender la violencia de género y la homofobia. Mi primera reacción, que permaneció durante todo ese día, fue la estupefacción. Me pregunté cómo alguien podía defender tan apasionadamente una actitud tan intolerante y agresiva. No era una pregunta retórica. Quería imaginar una forma de empatía con ese enorme grupo de personas que se habían organizado con tanta fuerza en torno al deseo de agredir a otros, y comprender de dónde viene la desesperación con la que defienden su derecho a la violencia.

Recordé en ese momento la percepción que tenía de las peluquerías durante mi infancia. ¿Qué me generaba esa mezcla de miedo y rechazo? Sobre el miedo, creo recordar que no venía de la posibilidad de que me hicieran daño (es decir, no creía que fueran pederastas), sino del hecho de que en sus gestos y vestimentas se transparentara más fuertemente la existencia del erotismo. Es decir, la amenaza estaba en que el travesti o el “amanerado” parecía estar poseído por un deseo sexual tan fuerte y descontrolado que lo había afectado y llevado al extremo de… vestirse inapropiadamente. Aunque no lo racionalizara así, creo que la amenaza que representaba para mí una persona diversa  residía  en la intuición que tenía de que los roles de genero, aún en sus manifestaciones aparentemente más inocentes (formas de vestir, pequeños gestos, etc.) implican un control y un enmascaramiento de la sexualidad. Aunque los peluqueros mostrasen tener más deseos sexuales que los demás, su forma de habitar el mundo, al ser inapropiada, revelaba la artificialidad de todas las otras formas de vestir y hacía evidente cómo quienes se refugiaban en lor roles de género tradicionales estaban también enmascarados.

En todo caso, el sentimiento más fuerte que tenía hacia los peluqueros en ese momento no era miedo sino repulsión. Era un rechazo similar al que genera contemplar una animal deforme, aun cuando es inofensivo (una paloma, por ejemplo). Era como si el hecho de que fueran diferentes implicara la alteración de un orden universal, o como si fueran la manifestación de una falla en el diseño del mundo y su existencia desafiara una forma de clasificación que se supone estaba completa.  Así, la maldad de los peluqueros no tenía nada que ver con nada que ellos hicieran, sino con el hecho de que su sola presencia destruía mi concepción de la realidad.

Por supuesto, estoy elaborando algo que en su momento fue solo una emoción infantil irreflexiva. Lo cierto es que, incluso sin tener unos padres homofóbicos, la cultura dominante ya se había alojado en mí con una fuerza arrolladora. Las ideologías y los prejuicios no se manifiestan generalmente en ideas, sino en emociones aparentemente espontaneas. Un niño, supuestamente único e inocente, puede ser desde muy temprano víctima y perpetrador de una manera injusta y destructiva de pensar y actuar. Es un -inocente- reproductor de la opresión y la violencia.

No recuerdo exactamente cuándo deje de ser homofóbico ni cómo transformé mi concepción sobre los roles de género. Ciertamente no fue en mi colegio, donde nunca aprendí nada parecido a la tolerancia o al respeto a los otros. Por supuesto, esas palabras se nombraban casi a diario, como parte de la constante, repetitiva y omnipresente obsesión por darnos educación en valores: los directvos hablaban de ellos, el profesor de ética daba clases sobre ellos, el profesor de religión hacía dinámicas para inculcárnoslos, la directora de grupo nos reunía para discutir acerca de ellos, y nos llevaban a “convivencias” para formarnos en ellos. Todos los intentos fracasaban estrepitosamente.

Tomado de http://etc.usf.edu/
Sin embargo, había otra educación en valores mucho más efectiva, pero que no se encunciaba abiertamente. En ella participaban los profesores y los demás compañeros al unísono. Era justamente una educación sobre género. En el caso de los hombres, había varias exigencias. Una de ellas era pelear. No solo metafóricamente, sino físicamente. Y siempre debían hacerlo para defender una frágil dignidad puesta en entredicho constantemente por los demas compañeros. Debían, también, ser capaces de insultar a los otros o de protegerse de los insultos de los otros. Debían tolerar las ofensas sin expresar ninguna emoción pero, cuando la agresión verbal escalaba demasiado, debían pelear a golpes. Eso era  lo que estaba en juego con lo que ahora llamaban matoneo y que en esa época no tenía nombre porque era algo omnipresente; simplemente se llamaba “el colegio”.

La lógica de la violencia como marca de lo masculino se proyectaba luego a las demás actividades de la vida escolar: al deporte, a la manera ocupar el espacio, a la relación con los profesores, etc. Las mujeres también peleaban a veces. Pero al parecer el grueso de su educación de valores de género tenía que ver con su integración a un sistema de agresiones e intrigas que giraban en torno a la belleza, a ser objetos sexuales y, al mismo tiempo, a preservar una cierta pureza sexual (la rechazada podía serlo por fea y/o por zorra). Por supuesto, en esta educación en valores no había espacio para la diversidad. Tan pronto aparecía un signo de desviación de la norma, era aplastado por la violencia social.

Yo nuca supe pelear. Era débil y torpe, y esa debilidad se proyectaba a una incapacidad para los deportes, para el baile y, finalmente, para la vida social. Afortunadamente, era rápido de palabra y sabía insultar bien. También me enfrentaba a los profesores para defender a los otros estudiantes. Eso hizo que los más peleadores me tuvieran simpatía y lograra sobrevivir sin casi haber sufrido de matoneo. Sobreviví al colegio, sí, pero no lo disfruté. Fue fuera de las aulas donde exploré mi personalidad y mi identidad. Allí solo quería que mi individualidad pasara desapercibida.

A mí me fue bien. Recuerdo un compañero que recibió tantos ataques que tuvo que salir del colegio, humillado y maltratado. Volvió de visita una vez; se había dedicado a hacer ejercicio compulsivamente. Su rostro suave e infantil contrastaba con sus músculos hipertrofiados. Igual, la gente no podía respetarlo ya; en su momento no había pasado las pruebas de la violencia masculina. Otro compañero, inteligente, pero feo, pobre y torpe, fue el blanco de burla de todos hasta el final. Supe después que se había vuelto abogado, graduado de una universidad prestigiosa, y se había convertido en un militante fanático de la extrema derecha. Recuerdo una chica que nunca fue victima de burlas, pues era simpática y guapa. Cuando nos encostramos casi diez años después, era un muchacho transgénero. Me dijo que siempre supo qué quería de sí mismo pero, como yo, simplemente había anulado su personalidad para pasar desapercibido y sobrevivir.

A veces sueño con que estoy en el colegio. Nunca están mis compañeros. Solo estudiantes imaginarios sin cara. Tampoco pasa nada. Pero hay una angustiosa sensación de haber hecho algo inadecuado y estar siendo juzgado, no por los estudiantes o los profesores, sino simplemente juzgado en abstracto. Creo, hoy, que esas experiencias estaban ligadas a esa educación de género transmitida a través de ese control social constante sobre el que nadie reflexionaba en las innumerables charlas sobre valores.

Mi colegio al principio era por concesión, o charter, pero algo pasó y terminó perdiendo el apoyo estatal. Así que se volvió  un ejemplo típico de los verdaderos colegios privados del país.  Tenía tantos problemas administrativos, tanta corrupción en el manejo de los recursos, tanta ineptitud en la enseñanza, que era difícil creer que de ahí se iba a aprender algo de verdad. No era, pues, uno los míticos colegios de los ricos o de las películas (esos entornos monolíticos y coherentemente opresivos). Eso tuvo algo positivo: nadie creía realmente que la vida escolar era la vida.

Esta experiencia escolar es hoy en día la más común: un par de profesores comprometidos y brillantes rodeados de gente mediocre y sin habilidades académicas mínimas. Estudiantes y profesores mediocres, comprometidos, vagos, especiales, rebeldes o sumisos, luchan contra un sistema burocratizado y en ruinas. Los profesores, muchos de ellos sin conocimientos ni recursos, son además vilipendiados y humillados por todo el mundo. Les piden hacer un trabajo imposible de realizar, como si fueran superhéroes, y a la vez los tratan como algo menos que bufones.

Sin embargo, el problema va más allá de las condiciones precarias de los profesores. Aún si tuvieran mejores condiciones, la forma en que funcionan los colegios ya no parece ser una forma efectiva para transmitir conocimiento o para transmormar el carácter. Los niños, las niñas, y los maestros mismos ya no parecen ver en el colegio la fuente principal de saberes ni modelos de comportamiento. La industria de la cultura ha tomado esos espacios desde hace mucho.  Lo mismo ocurre con los padres. La comunicación con su hijos es cada vez más difícil, pues parecen no entender los referentes que siguen sus hijos para vivir, y no pueden hacer que los jovenes reproduzcan su forma de de enfrentar el mundo. Sienten que la infancia y la juventud se sale de las manos.

Por eso, con esta marcha contra la diversidad sexual ocurre que, por primera vez en años, padres y profesores se ven a sí mismos como aliados. Mas no porque se hayan puesto de acuerdo en el rol que cada uno debería tener en la educación, ni en las condiciones en que esta debe ocurriro  en cómo se debe enseñar; se ven como aliados en la voluntad de controlar los cuerpos de los niños para que no se entreguen, aún más, a formas sociales incomprensibles para ellos.

Tomada de: Ciudadania-express.com
La defensa de “la familia” en singular y “los valores” como conjunto unificado,  sí implican homofobia y anulación de la diferencia. El camino de la diversidad puede ser mejor para la sociedad y, por supuesto, para las actuales víctimas, pero para los "normales" se trata de un camino más difícil.

 Creo, entonces, que quienes luchan por la aceptación de la diversidad deben entender que los homofóbicos sí tienen algo que perder. La discriminación, la burla y la humillación son herramientas efectivas para anular, aunque sea temporalmente, la personalidad desviada de la norma. El costo de usar estas herramientas es altísimo en términos de sufrimiento y perpetuación de la violencia. Pero es un costo que muchos están dispuestos a pagar, sobre todo porque ofrece algo que casi nada en el colegio puede ofrecer: efectividad en la anulación de la difernecia, armonía entre la mayoría de padres, estudiantes, administrativos y profesores, y la sensación de que el caos de la vida es encausado en un orden fácil de entender. Es decir, se les ofrece a todos al ilusión de que la complejidad de la de las relaciones sociales, de la ética y de los sujetos ha sido resuelta y que solo hay que resistirse a las aberraciones. Eso es lo que significa la tautología de “los hombres son hombres, las mujeres son mujeres y los niños son niños, y a estos no hay que confundirlos”. Es eso lo que está detrás de ese sistema de enseñanza que me llevó a odiar a un peluquero travesti antes de querer entender quién era.

miércoles, 11 de febrero de 2015

Las alianzas, los contratos y la independencia (sobre el mini escándalo de Mockus)

Creo que lo que ha pasado con el escándalo de Antanas Mockus y la marcha tiene varias aristas:

Primero, no creo que se trate de un caso de corrupción ni de mala fe en el sentido estricto. No solo el contrato era público sino que, cuando les robaron unos computadores con la información del proyecto, el mismo Mockus le contó a los medios de lo que se trataba. Es decir que ya se sabía. Lo que que cambió fue que ahora hay estrategia de desprestigio de por medio. Uno puede imaginar que Uribe mandó robar ese computador para encontrar algo que le permitiera deslegitimar la marcha (y construir un cuento que le permitiera no asistir sin asumir abiertamente su posición "contra la vida"). En el computador enconaron el contrato, verificaron que era público (es decir, podían revelarlo sin que levantar sospechas) y armaron la coartada que necesitaban.  Se trata de la habilidad de Uribe para usar, una y otra vez, la estrategia de enlodar a los demás para generar la sensación de que "como todos son igual de cochinos entonces no es verdad que lo de Uribe sea inaceptable".

El problema no es que haya un contrato de 420 millones. Si implica encuestas en varias ciudades, "pruebas piloto" con grupos focales e informes en tiempo récord, es en realidad un contrato modesto. Es de esas cosas que mantienen una ONG andando, pero no más. El problema es que esta ONG  es bien particular: Corpovisionarios es a la vez centro de asesorías y "Think Tank" de la doctrina de Mockus. Algo así como una mezcla de oficina de consultoría en políticas públicas, empresa de coaching empresarial, Instituto Pensar, y Centro-de-Pensamiento-Primero-Colombia/Fundación-Buen-Gobierno mockusiano. Es, pues, entre otras cosas, una plataforma política de Mockus.

De modo que el hecho de que se financie con una plata del gobierno, en un contrato sin licitación directamente relacionado con los diálogos de La Habana, sí compromete la independencia de él para hablar del proceso paz. Porque la marcha sí es un apoyo al proceso de paz, así como la que hizo Uribe era un impulso a su política de guerra. 


Creo que en este pseudo-escándalo se revelan lo que, considero, son los dos puntos ciegos de Mockus: primero, una confianza ingenua en lo privado y en el mercado. Segundo, su mesianismo. Es como si dijera: "puesto que yo sí soy honesto y no caigo en la tentación del corrupto, puedo acercarme al objeto de la tentación más que los demás. Hago contratos con el gobierno que empalman con posiciones políticas. Hago alianzas políticas instantáneas con la gente más variada. Pero, como soy honrado, no hay problema". La cosa es que sí hay problema.

domingo, 15 de junio de 2014

Carta abierta a Santos

Estimado presidente:

Le escribo esta carta aunque sé que usted, ni nadie que trabaja con usted, tiene la más mínima posibilidad de leerla. Acabadas la elecciones, supongo que usted y los suyos volverán a hacer lo que saben hacer mejor: subir al pedestal de las élites y gobernar alejados de los colombianos. Pero le escribo igual porque, ahora que ha sido elegido, y que de un modo u otro pude contribuir a su proyecto, necesito aclararle ―aclararme― qué significa esa pequeña contribución.

Primero que todo, quiero que sepa que usted no me gusta;  que su talento para intrigar, para negociar y quedar bien con todos (los poderosos) no es más que un correlato de su mediocridad como gobernante; que su historia de vida, plagada de ego y oportunismo, me da tristeza; que la tranquilidad con que negocia por la mañana en La Guajira votos con asesinos y por la tarde va a cocteles de gente "decente" me da asco. Entonces, mi voto no legitima su gobierno ni su programa.

Segundo, quiero que sepa que su proceso de paz no me parece suficiente ni me convence. No porque la metodología sea mala o los acuerdos errados (de hecho, parecen ser lo único de su mandato que no está mal hecho), sino porque ninguna paz se logrará mientras la élites para las que usted trabaja sigan pensando que su mundo va a quedar intacto. Mientras no estén dispuestos a perder, no solo dinero, sino ese estado de excepción ante la ley y esa invulnerabilidad perpetua, no podrá haber paz verdadera.

¿Por qué voté por usted, entonces? Para ayudar a salvar esa negociación, insuficiente pero necesaria. Usted ofrece muy poco, porque es muy poco lo que puede dar. Pero ese poco fue mejor para mí que la nada en la que caeríamos de haber ganado Uribe.  Porque aún con sus problemas, este proceso es mejor que la locura militarista que se hubiera tomado del todo el país. Además, a pesar incluso de usted, este proceso abre una esperanza para, poco a poco, construir la paz que sí necesitamos.

Voté por usted, además, porque su anterior gobierno sí me dio algo más que una negociación. No, por supuesto, su inane gestión en educación, su pobre desempeño en la lucha de la desigualdad, ni su miserable falta de transparencia. Su gobierno me dio la posibilidad de ver un país tomado por la movilización social. Ver que la gente se puede organizar y salir, presionar y logar arrinconar un poco al poder, me da esperanza. Falta mucho para que tengamos una ciudadanía realmente activa. Pero al comparar esto con el miedo que vivimos en los años aciagos de Uribe, sentí que habímos ganado algo que debíamos conservar.

Sepa, pues, que el hecho de que haya ganado hoy no cambia lo que pienso de usted. Me gustaría decirle que espero que esté a la altura de esa pequeña parte de confianza que le di. Quisiera exigirle que honre, no solo ese proceso de paz, sino ese respeto a quienes pensamos la política de otro modo, más ético que el suyo. Ojalá sea así, pero no me alcanzo a hacer ilusiones. Así que mejor le digo: ya nos dimos un respiro. La presidencia no se la terminó de tomar el crimen organizado. Nada más. Detrás de usted están igual los poderes verdaderos, esos que nos llevaron a la guerra. Pero detrás de ellos está la sociedad, o las diversas sociedades contrapuestas. Es allí donde estará la verdadera política y, espero, la verdadera paz.

Cordialmente,
Gabriel Rudas
Débora Arango (1907-2005). Plebiscito, 1958 (Óleo sobre lienzo) 

sábado, 24 de agosto de 2013

Cultura y cultivo (sobre el paro de los campesinos)

Foto de Juan Rulfo
Cualquiera que haya crecido en la ciudad y haya intentado cultivar la tierra se habrá enfrentado al fracaso. Hay algo que se le escapa, que tiene que ver con una técnica muy sutil, pero que va más allá de la técnica. El campesino le lleva mucha ventaja, pues ha estado cultivando desde los cuatro años. Es lo mismo que pasa con el piano o el violín: la técnica es tan compleja que si uno comienza a los treinta años jamás será realmente bueno, y solo algunos entre los mejores hacen que la técnica de interpretar partituras se convierta un verdadero arte. Pero pocos dicen de la señora campesina que es muy sofisticada y culta, como dicen de ciertos pianistas.

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La palabra cultura es bastante curiosa. Al principio se refería al cultivo de la tierra (agricultura, horticultura), luego a la educación, que era el cultivo del espíritu. Ahora hay cientos de definiciones, pero suelen tener que ver con cómo le damos sentido al mundo: las religiones, las artes, las costumbres, las filosofías, etc. Así, un poema es cultura, un grafiti es cultura, la televisión es cultura, el amor es cultura. En todo caso, parece ser algo muy alejado de cultivar la tierra.
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Una vez alguien me decía que los productos de Apple no eran aparatos electrónicos sino un "modo de vida", una cultura. Entonces uno se pregunta: ¿Cómo se cultiva nuestro espíritu hoy en día? Se habla de que vivimos en una sociedad de signos, en un mundo de sentidos móviles, virtuales, cambiantes. Yo creo que eso es parcialmente cierto. Sí, estamos sobrecargamos de signos, pero estos provienen de objetos que alguien hace. Puede que no pensemos así, pero no por eso las cosas que nos rodean dejan ser solo lo que hemos tomado de la naturaleza.

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La comida también es un sistema de signos. Siempre lo ha sido. Pero parece que hoy en día comer es, mucho más que antes, un signo. Basta ver cosas como la "cocina molecular" del chef Ferrán Adriá quien, según dicen, es un artista y un representante de la deconstrucción de la culinaria (con Derrida abordo). Incluso quienes no podrían pagar un restaurante así pueden pensar en lo que comen como piensan en el tipo de música que les gusta. Sin embargo, por más signo que sea, la comida es ante todo algo orgánico: la manera de hacer sobrevivir el cuerpo; un alimento. Es también el producto del trabajo de alguien.

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Podemos hacer que la cultura de la ciudad olvide la cultura del cultivo. Podemos creer que el arte de cultivar es menos cultura o que es menos vital. Podemos ignorar que dependemos más de la cultura del campesino que de la del publicista. Pero si hacemos eso igual tendremos que comer. Entonces solo nos quedará la violencia para conseguir alimentarnos, pues no de otro modo uno puede tomar lo que necesita de quien desprecia. Nos quedará, pues, la violencia y la venganza de esos a quienes violentamos.

La otra opción es el respeto, eso que llaman el reconocimiento de la dignidad del otro, o incluso el reconocimiento de su superioridad. Al fin y al cabo, la cultura de los campesinos, con toda seguridad, sí se ocupa de lo indispensable.

viernes, 21 de junio de 2013

Sobre el mito de Pepe Mujica

Hace poco vi una entrevista a Pepe Mujica, presidente de Uruguay. Como era de esperarse, la entrevista es una confirmación de la imagen que lo ha hecho famoso entre los intelectuales  liberales y en la izquierda de Facebook, y que llegó a su clímax en la cumbre de Río. La pregunta que se hacen todos ahora es ¿por qué no podemos tener un presidente como Mujica? Por supuesto, si la pregunta se tomara en serio, habría que evaluar la gestión del presidente uruguayo en detalle, así como sus acciones anteriores como ministro, como senador, o político profesional.

Pero lo que pide la gente es tener un presidente que corresponda a la imagen que Mujica ha construido de sí mismo. Como todo político exitoso, Pepe Mujica fundamenta su imagen pública en algún mito nacional. Sólo que él se ha vuelto además mito internacional. Él es sabio, pobre, pacifista, sensato... en suma, bueno. Incluso, insiste tanto en seguir siendo un campesino, que pareciera haber llegado a la presidencia casi por azar, casi obligado.
 Como toda imagen pública, la de Pepe Mujica es parcialmente cierta, pero no es toda la historia. Lo de los zapatos viejos es verdad. Pero sus políticas están más orientadas a respetar los deseos de las grandes corporaciones y a estimular el consumo; lo del campesino que cultiva crisantemos es cierto, como lo es su carrera de político de alianzas multipartidistas llenas de cuotas burocráticas. Esto no significa que sea un mal presidente (no tengo suficiente información). Esto significa que su imagen tiene que ver más con una ficción nacional que con un programa de gobierno.

El mito tiene que existir de antemano para que el líder lo encarne con maestría. Entonces la pregunta no es cómo Mujica llegó así a la presidencia, sino cuál es esa imagen que de sí mismos tienen los uruguayos que los hace susceptibles al encanto de Mujica.

José Batlle y Ordóñez
José Batlle y Ordóñez
La clave de esto está en la parte de la entrevista sobre el aborto y la legalización de las drogas (15:50). Dice Mujica: “¿Por qué pienso así [pro legalización]? Porque pertenezco a un país pequeño, pero que ya por 1910 discutió el alcohol y tomó esta decisión: no se puede evitar que la gente chupe y se emborrache. Entonces el estado nacionalizó la producción de alcohol y sabía que se hacía un alcohol de boca bueno sin entreverar alcohol de madera, lo cobraba caro y de ahí sacaba recursos para atender la salud pública; fue genial el estado uruguayo que hizo eso, fue el mismo que reconoció la prostitución...”. ¿Cuál fue el genial estado que hizo eso? El del gobierno de José Batlle y Ordoñez. Batlle es la figura política mítica de Uruguay, e incluso la figura fundacional efectiva. No sólo logró consolidar por primera vez el control territorial total en su primera presidencia, sino que durante sus dos gobiernos (y el de su títere Claudio William) se vivió la gran bonanza de exportación de carne y cuero de principios de siglo. Como en Argentina, esta bonanza significó para Uruguay convertirse de repente en una potencia económica mundial. También significó una entrada repentina a la modernización. Pero Batlle fue además un progresista en lo moral, un impulsor de la tolerancia étnica y un proteccionista de la industria. En su gobierno, subsidiados por el estado, crecieron a la par burgueses, inmigrantes, maestros y edificios. Cuando en la crisis del 29 la economía mundial se vino abajo, y por ende la uruguaya, Batlle se convirtió en un mito pasado.

Descanso, óleo de Juan Manuel Blanes
Gaucho uruguayo
Mujica ha construido la imagen de un restaurador de la modernidad de Batlle. Por eso habla de aborto, legalización, subsidios y seriedad en los compromisos comerciales adquiridos (es decir un nada izquierdista respeto por la inversión capitalista global) apelando, no al cambio, sino a un retorno al origen. Pero Pepe es también un campesino asceta que vive retirado del mundanal ruido. Es a la vez un estadista y un viejito sabio. ¿Cómo logra conjugar ambas imágenes? Especulo que aquí entra a jugar el otro mito uruguayo: el gaucho solitario. Ese hombre solo, libre, que vive en los campos y se resiste a la tentación de lo trivial y mundano. Como Batlle y el gaucho son esencialmente uruguayos, pueden convivir sin contradecirse en un solo personaje.


 ¿Podríamos tener un presidente como Mujica? López Pumarejo tal vez sea algo parecido, si uno piensa en algunas de sus políticas. Pero ese oligarca liberal generoso no puede inspirar sino a historiadores y economistas progresistas. En la historia reciente, ¿quién ha logrado convertirse en un mito así? ¿Gaitán? Probablemente ¿Galán? Lo dudo. En los últimos años, un presidente logró aglutinar un fervor nacional, pero siempre actuó contra la gente que gobernaba. No creo que cada pueblo tenga el gobernante que se merece, pero cada gobernante intenta hacer de sí el mito que la gente quiere. Yo preferiría que tuviéramos otros mitos.

lunes, 10 de junio de 2013

Ensayos de fin de curso


File:Ensayos.jpgDespués de calificar montañas de trabajos por demasiadas semanas, encuentro que para varios estudiantes el único criterio a tener en cuenta al escribir es adivinar qué es lo que quiero que me digan e intentar complacerme. No hay que escandalizarse: un trabajo de curso, que se escribe en uno o dos días, no se supone que pueda ser mucho más que eso, más aún cuando lo que uno mismo propone es que el estudiante demuestre que puede poner en práctica ciertos conceptos. Pero hay un tipo de gesto de complacencia en los estudiantes que me llena de preguntas. ¿Qué significa que alguien intente repetir, exactamente, lo que uno dijo en clase? Es decir, no re-elaborar una idea para que se adapte a la tarea del trabajo, sino repetir frases exactas, incluso las que se dijeron a manera de broma. ¿Qué significa intentar “decir lo que el profesor quiere escuchar”?
Quejas aparte (los profesores tendemos a quejarnos mucho), pienso que hay en ese tipo de gestos un doble acto: por un lado, hay un desafío al profesor: si se repite lo que dice en clase, él va a caer en la adulación y la va a premiar. También es posible que el estudiante quiera “preservar” su mente del daño que le puede hacer tomar en serio el trabajo; si intenta realmente hacer todo el proceso mental que se le pide corre el riesgo de contaminarse, de ceder al autoritarismo del sistema, de “castrar su mente”. Por eso repetir frases de los apuntes es una forma de pasar el curso sin perder su preciada esencia. Lo preocupante es que en ambos casos el estudiante puede tener razón: si usa la adulación es porque ha funcionado; si teme comprometerse en el ejercicio de escritura, y prefiere hacer un truco, es porque siente que ya ha perdido mucho de sí mismo en el mundo escolar. Por supuesto, es poco probable que se piense así; es más probable que se trate ante todo de una costumbre adquirida. Pero, entonces, ¿hasta qué punto uno continúa ese proceso degradado que los estudiantes han vivido desde el colegio?

Pero la preocupación debe matizarse. Para el estudiante, un trabajo de curso puede ser una imposición inadmisible a su talento (en el peor de los casos), o una especie de juego en el que tal vez aprenda una manera diferente de hacer las cosas, que puede servirle en el futuro (en el mejor de los casos). Para el profesor, es una tarea de seguimiento a la labor de los estudiantes y a la suya propia (en el mejor de los casos), o una fuente de aburrimiento (en el peor de los casos). De todas maneras, tan pronto uno fija su mirada en cualquier lugar fuera de la burbuja académica, se da cuenta de que es algo de una importancia modesta.

lunes, 3 de junio de 2013

Los bárbaros


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Acabo de de releer el relato de Kafka "Una hoja vieja" (lo copio en la entrada anterior). El cuento tiene, por supuesto, muchas de las obsesiones de Kafka; puede ser leído como una de esas parábolas sobre la modernidad, sobre la omnipresente ausencia de la ley, sobre el desamparo del sujeto impotente, etc. Sin embargo, esta vez pensé en una lectura apócrifa: el cuento bien hubiera podido haberse escrito hoy en una ciudad de Colombia.

Tenemos entonces zapateros, comerciantes, tenderos, que de repente se ven invadidos por una barbarie que lentamente los había estado rodeando. No saben qué hacer, pero alimentan a los invasores, y los dejan estar. Durante años la pesadilla había sido algo lejano, pero ahora ha llegado hasta ellos, junto a sus casas en las puertas mismas del palacio. Allí, el gobernante observa y se inclina ante el horror, sin hacer otra cosa que poner como escudo a sus ciudadanos. La escena se parece a la sensación que tiene tanta "gente de bien" de las ciudades.  Quien dice proteger al pueblo observa inmóvil cómo la pesadilla se extiende; ¿no será el emperador quien llamó a los jinetes, no será que los soldados no se retiraron por miedo, sino para dejar que aquellos hagan su trabajo? Además, imaginamos el horror de la guerra como una barbarie que nada tiene que ver con nosotros y que sólo nos llega por "un malentendido", pero la alimentamos constantemente. ¿No será que, por las noches, algún comerciante o tendero prueba a disfrazarse de bárbaro y se une a ellos en su masacre de bueyes?

Una hoja vieja - (cuento de Franz Kafka)

Es como si se hubieran descuidado muchas cosas para la defensa de nuestra patria. Hasta ahora nos hemos desentendido de ello y nos hemos dedicado a hacer en nuestro trabajo, pero los acontecimientos de los últimos tiempos nos preocupan.
Tengo un taller de zapatería en la plaza que está ante el palacio imperial. Apenas abro mi tienda al amanecer ya veo los accesos de todas las calles que llegan hasta aquí ocupados por gentes armadas. Pero no se trata de nuestros soldados, sino, evidentemente, de nómadas del norte. De una forma incomprensible para mí se han abierto paso hasta la capital, que, sin embargo, está muy alejada de la frontera. En cualquier caso, están aquí y parece que cada día hay más.
Conforme a su modo de ser, acampan al aire libre porque detestan las casas. Ocupan su tiempo en afilar las espadas, sacar punta a las lanzas, hacer ejercicios a caballo. Han hecho un verdadero establo de esta tranquila plaza mantenida siempre escrupulosamente limpia. Bien es verdad que nosotros a veces intentamos salir de nuestras tiendas y quitar al menos la mayor parte de la basura, pero cada vez ocurre esto con menos frecuencia porque el esfuerzo es inútil y además nos pone en peligro de caer bajo los furiosos caballos o ser heridos por el látigo.
No se puede hablar con los nómadas. No conocen nuestra lengua y apenas tienen una lengua propia. Entre sí se entienden de una forma parecida a como lo hacen los grajos. Una y otra vez se oye ese grito de los grajos. Nuestra forma de vida, nuestras instituciones, les son tan incomprensibles como indiferentes. Por esta razón también se niegan a adoptar todo lenguaje por señas. Ya te puedes dislocar las mandíbulas o retorcerte las manos en torno a las muñecas, ellos no te han entendido ni jamás te entenderán. A veces hacen muecas, entonces el blanco de los ojos les da vueltas y les sale espuma por la boca; sin embargo, no pretenden decir nada con esto ni tampoco quieren asustar, lo hacen porque es su forma de ser. Toman lo que necesitan. No se puede decir que usen de la violencia; ante su intervención uno se echa a un lado y lo deja todo a su merced.
También han cogido más de una buena pieza de mis provisiones, pero no me pudo quejar de ello si veo cómo le va al carnicero. Apenas introduce sus mercancías ya se lo han arrebatado todo, y todo es devorado por los nómadas. También sus caballos comen carne. A veces un jinete está tumbado junto a su caballo y ambos se alimentan con el mismo trozo de carne, cada uno por una punta. El carnicero tiene miedo y no se atreve a poner fin al suministro de carne. No obstante, nosotros lo comprendemos, juntamos dinero y le ayudamos. Si los nómadas no recibieran carne alguna, quién sabe lo que se les ocurriría hacer. De todas formas, quién sabe lo que se les ocurrirá hacer incluso consiguiendo diariamente la carne.
Hace poco el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el esfuerzo de matar, y por la mañana trajo un buey vivo. Jamás volverá a repetirlo. Yo permanecí tumbado aproximadamente una hora en la parte de atrás de mi taller, aplastado contra el suelo y con todas mis ropas, cobertores y almohadas colocados sobre mí, sólo por no oír los mugidos del buey sobre el que se arrojaban los nómadas desde todas partes para arrancar con los dientes trozos de carne caliente. Ya hacía rato que todo estaba tranquilo antes de yo me atreviera a salir. Cansados, estaban tumbados en torno a los restos del buey como los borrachos alrededor de un barril de vino.
Precisamente en aquella ocasión me pareció haber visto al mismo emperador en una ventana del palacio. Nunca en otras ocasiones viene a estos aposentos exteriores, habita solamente el jardín más interior, pero, en esta, al menos, así me lo pareció, estaba en la ventana y miraba con la cabeza agachada lo que ocurría ante su palacio.
¿Qué ocurriría?, nos preguntamos todos, ¿por cuánto tiempo aguantaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha atraído a los nómadas, pero no sabe cómo expulsarlos de nuevo. La puerta permanece cerrada. La guardia, que antes entraba y salía desfilando solemnemente, permanece ahora detrás de las ventanas enrejadas. La salvación de la patria nos ha sido confiada a nosotros, artesanos y comerciantes, pero nosotros no estamos en condiciones de hacer frente a semejante misión, tampoco nos hemos vanagloriado nunca de ser capaces de ello. Esto es un malentendido y nosotros perecemos como consecuencia de él.
“Ein altes Blatt” (1917), en Un médico rural, 1919.
La metamorfosis y otros relatos, ed. y trad. Ángeles Camargo,
Madrid, Cátedra, 200914, págs. 234-236.

martes, 16 de octubre de 2012

Tejer relatos (para Alexander Díaz "Mateo", in memoriam)

Cuando alguien cercano muere, todo a nuestro alrededor se difumina y se vuelve aterradoramente opaco. No podemos dejar de pensar en nuestra propia muerte. No es que creamos que vamos a desaparecer ya mismo, es que ya no estamos seguros de que no pueda pasar así. La pérdida entonces es doble: desaparece nuestro amigo, pero también desaparece la seguridad que teníamos de nosotros mismos.  La solidez de nuestro mundo pierde de ese modo su fuerza, y el sentido que le damos a lo que nos rodea se revela como provisional; uno de los ligamentos que mantenía todo en orden de repente se ha roto. No podemos entonces ignorar, ni postergar con pragmatismos, la sensación de que lo que somos no es claro, como ya no es clara la existencia de esa persona cercana.



Se ha dicho infinidad de veces que hay que vivir sabiendo que en cualquier momento moriremos. Pretender actuar con la certeza de que vamos a morir mañana es tan frívolo como actuar con la certeza de que somos inmortales. Pero, ¿qué significa eso? Significa, no que debamos entregarnos al placer inmediato, ni a la construcción de grandes proyectos, ni al ascetismo ni al vicio. No significa nada en particular... y sin embargo, cuando la muerte llega demasiado cerca, aparece ante nosotros la pregunta sin respuesta por el sentido que le damos a nuestros actos, y a los actos de los otros; la pregunta por lo que somos en el mundo que construimos sin prestar atención.

«Un hombre que muere a los treinta y cinco años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los treinta y cinco años», cita Walter Benjamin, y corrige: «un hombre que muere a los treinta y cinco años quedará en la rememoración como alguien que en cada punto de su vida muere a los treinta y cinco años. En otras palabras: esa misma frase que no tiene sentido para la vida real, se convierte en incontestable para la recordada». El sentido de la vida de una persona puede ser su muerte, sobre todo para quienes lo recordamos. Pero, ¿cómo construir ese sentido? No todo lo que hace una persona adquiere un significado completo cuando muere, menos cuando muere joven. Siempre fallecer es una interrupción, y por lo mismo, no puede ser esa interrupción lo único que se diga de quien es sorprendido por la muerte. Hay que alejarse de ese lugar común (“tan joven que era”) si de verdad se quiere honrar su memoria.

Es sólo en esa memoria donde podemos buscar el homenaje sincero a esa persona, y a lo que era para nosotros. Nunca sabremos qué significados le daba en silencio a su vida, nunca podremos juzgarla, aún si queremos hacer de ella un héroe o una decepción (el héroe se sabe en secreto mentiroso, el despreciado se sabe en el fondo único y, de algún modo, especial). Sólo nos quedan los significados que, con los actos y palabras que dejó, podemos nosotros tejer en la rememoración.

Quizá el sentido de la vida sea imaginar los sentidos de nuestros actos y de los actos del otro. Por eso, tal vez, los verdaderos héroes sean quienes nos convencen de que su vida, cuando termina, tiene un sentido, aquellos cuya imaginación es tal que logran tejer relatos en sí mismos y en los demás. La verdadera hazaña de una persona sería entonces lograr que, de los recuerdos que han quedado de ella en las mentes de nosotros, puedan surgir relatos que nos ayuden a volver a tejer el sentido de nuestro mundo.

domingo, 22 de julio de 2012

Cómo matar un Nasa

Tomado de Wikipedia

¿Debería poner por escrito mi posición sobre lo que pasa en el Cauca? Opinar sobre lo que se debe hacer frente a unos acontecimientos de tanta complejidad es una irresponsabilidad, más aún viniendo de alguien que no sabe nada de lo que pasa allá. Por eso no escribiré de lo más importante: la violencia, los indígenas asesinados, los sufrimientos reales. Me ocuparé, en cambio, de lo único que aparece ante mí en este momento: lo que muestran los medios.

Que en el periodismo la neutralidad y la objetividad son mitos es una obviedad; que los medios tradicionales manipulan la información de un modo deshonesto es también algo sabido. Lo que me pregunto es cómo funciona ese sistema de manipulación. Un día dirigen toda su fuerza contra el congreso, un mes después contra los Nasa; el procedimiento es el mismo: mentir. Pero, ¿cómo opera la mente de quienes construyen esas mentiras?

Uno puede imaginarlo: es como si primero discutieran a solas sobre un hecho para saber qué posición tomar. Una vez resolvieran cuál es el interés “legítimo” para defender, decidieran construir una versión de la realidad, distorsionada y publicitaria (perdón por el pleonasmo). Así, si el congreso debe ser repudiado por un acto de corrupción, se crea una historia ficticia en la que ese acto es excepcional (por eso inadmisible), las reglas de la corrupción son recién descubiertas por los medios, y se desenmascaran con sorpresa a los individuos deplorables; ellos saben que no es así, pero lo que importa el resultado final. Igual en el Cauca: ellos saben que la imagen que difundenen falsa y que el problema es mucho más difícil de entender, pero internamente ya dieron el debate y saben qué posición tomar.  El público no necesita reproducir esa discusión pues no puede entender (o tal vez sí puede, y ese es el problema), así que les muestran la mentira que, creen ellos, es la verdad esencial.

En el caso del Cauca, lo que ellos piensan es que es más importante defender una posición militar que proteger a las personas. Pero eso no se puede difundir así como así, de modo que las mentiras se dicen para crear un efecto. Este efecto no es una frase, pero si lo fuera sería algo como "los Nasa merecen morir".

Esto, por supuesto, es sólo imaginación. No creo que los dueños y directores de los medios tradicionales se sienten a intentar comprender nada. Tienen demasiado poder y dinero como para tener que hacerlo.

sábado, 7 de julio de 2012

Usar a Platón

Foto de Stephen Ferry, del libro Violentología

Esta foto, de Stephen Ferry, muestra a Salvatore Mancuso cuando todavía era el jefe paramilitar que decidía dónde ocurrían las masacres. Lo interesante de la foto, por supuesto, es que logra capturar el rostro del que ordena matar en masa: no el de un monstruo que se regodea en el mal, sino el de un hombre pragmático. Sin embargo, lo que más me interesó fue la circunstancia en que se tomó la foto. Cuenta Ferry, en una entrevista, que Mancuso había citado a unos periodistas del New York Times para hacer unas declaraciones y “lavar su imagen”. Había construido una oficina para la ocasión y, en el escritorio, había puesto los Diálogos de Platón para que los periodistas vieran que estaba ojeando filosofía.

El gesto fue interpretado por el fotógrafo como una mentira (por eso escogió tomar esta foto en lugar de la que Mancuso esperaba). Pero podría ser perfectamente cierto. Uno pensaría en la mil veces contada historia de los nazis que lloraban leyendo a Schiller, o en Robert McNamara que, según contó alguien, tenía en su mesa de noche poemas T.S. Eliot (lo que no le impedía ordenar bombardeos de napalm en Vietnam). Sin embargo, todavía parece que la cultura puede servir para impregnar a la gente de integridad moral o autoridad. Mancuso parecía querer decir “yo no soy un salvaje”; lo que no ve es la conexión posible entre leer a Platón y ser responsable de acabar con una sociedad.

Pero si, como cree el fotógrafo, la pose de lector es falsa, lo que ocurre para Mancuso no es que quiera sentirse más civilizado (poner un libro en la mesa no da para tanto), sino que los libros, como la ropa, son un producto con la única función de generar prestigio. Para Mancuso, la cultura es ante todo un conjunto de objetos que le dan la posibilidad de tener una interlocución privilegiada: ahora puede hablar de tú a tú con los del Times.
Lo peor del asunto es que tiene razón. Cuando se habla de usos de la cultura, se suele resaltar su potencial liberador. Pero trazar la línea entre un libro y sus beneficios inmediatos en términos de emancipación es mucho más difícil que hallar el camino entre el mismo libro y el uso, ruin pero efectivo y inmediato, que le encontró Mancuso. ¿Por qué cuesta tanto lograr que un libro se enfrente a la opresión, pero es tan fácil hacerlo cómplice de esta?