martes, 4 de octubre de 2016

Mi venganza





-Para Ángela Pinzón y Héctor Castillo, en los días después del No


No acepto la condescendencia de decir que una sociedad que se lanza al odio y a la autodestrucción lo hace siempre por ignorancia. No. Las mentiras que les dicen sus líderes a veces son, en efecto, para ocultar verdades inadmisibles. Pero muchas veces son coartadas morales. Quienes las escuchan saben que no los engañan sino que les dan un cuento para sentirse bien, aunque actúen desde la mezquindad. Saben que reemplazan los actos difíciles que implican buscar el bien común por historias que justifican emociones oscuras. Lo sé porque los he visto muchas veces, y porque yo he sido así también. Muchos de ellos no dimensionan el daño que hacen porque su principal decisión ética ha sido no dimensionar ese daño. No son así con todo, ni todo el tiempo, pero muchas veces es lo único que muestran. ¿Qué los mueve? ¿Autoritarismo, envidia y venganza? Lo cierto es que ante todo quieren desaparecer aquello que, con su sola existencia, hace que su vida desluzca. En eso consiste su odio.

Image result for colombia plebiscito bojayaA veces me imagino que puedo vengarme de algunos de ellos. Es una venganza pequeña, pero para mí, basta: imagino que tienen hijos. Uno de ellos crece y no les cree más; piensa que debe hacer algo distinto. Busca opciones, y se transforma. Imagino que yo participo de ese proceso. No lo inicio, no lo guío, pero doy un empujón. Ayudo a la hija a alejarse de la coartada moral. Ahora ella va a trabajar en contra de la mezquindad de sus padres. Así me vengo de ellos por haber arruinado la posibilidad de que la sociedad en que vivo mejorara un poco.

*

Hay una historia que he escuchado muchas veces, sobre todo de gente que ahora tiene sesenta años y vivió  los movimientos sociales y culturales de los 70 y los 80. Sus padres eran ultraconservadores, laureanistas o liberales de whisky o de tamal. Los hombres tenían que ser machos, las mujeres rectadas, y todo lo que fuera pensar distinto se resolvía con una cachetada. Colegios de curas o monjas y compañeros conformistas. Pensaban que estaban solos, pero tenían la certeza de que lo que les presentaban no era el camino, que ser minoría no los eximía de luchar y vivir a contrapelo. Tenían que romper con su familia, fuera en confrontación directa o, más difícil aún, en una lucha interna que implicaba reconocer las taras internas.

A veces compartían sus ideas con otros, y poco a poco encontraban gente que seguía su mismo impulso. Casi siempre los más viejos les decían que no fueran ilusos, que cuando crecieran verían como eran las cosas: les auguraban conformismo. Pero a veces aparecía alguien mayor que ellos y que no era conformista. Sí, no tenía la vitalidad de ellos, pero conservaba la integridad. Les decía que las desilusiones eran para decantar y madurar, pero que eso no significaba volverse cínicos sino agudos. Esa persona les había ayudado a encender la llama.

A algunos de ellos les ocurrió que esa llama se convirtió en un deseo de cambiar la sociedad. Formaron grupos, se organizaron actuaron. Y siempre pasó un momento en que creyeron que sus intentos estaban a punto de dar resultado y que su generación era la del punto de quiebre. De repente las cosas se malograban, en gran medida porque justamente su generación se parecía más a los padres represores que al futuro que imaginaban. Habían olvidado que eran igual de pocos a cuando estaban solos en el colegio. Entonces sentían el puñal de la traición de su pares. Muchos de ellos terminaron volviéndose cínicos: si veían un joven entusiasta lo desanimaban. Otros en cambio se dieron cuenta que la historia es más larga que una vida humana y que los actos inmediatos solo son un tejido mínimo en la complejidad del mundo. Entonces, cuando menos pensaron, ya se habían vuelto como esa vieja obstinada e irónica que les había dicho que siguieran, que no le creyeran a los viejos pecuecos que los atajaban.

*

Siento que debería ayudar a encontrar una solución. Nuestros actos son apenas tejidos, y estamos tejiendo en medio de un huracán. Podemos tejer con el ojo mezquino de nuestra propia frustración, y maldecir el viento y el agua que nos arruina la lana.  Eso no es otra cosa que la rabia de verificar la obviedad de que hay un gran vacío entre el poder individual y el deseo. Podemos también tejer abriendo los ojos y fijándonos la tormenta.

lunes, 15 de agosto de 2016

Los colegios, los valores y la amenaza gay

Cuando era niño era homofóbico. No sé por qué. Mis padres no lo eran, al menos no explícitamente. Cerca de mi casa había varias peluquerías de barrio, y había una en la que todos los peluqueros eran o travestis o abiertamente homosexuales. La idea de un peluquero homosexual  era un lugar común en Colombia, en gran medida porque era uno de los trabajos dignos que podían ejercer. Aunque muchos peluqueros no eran homosexuales, al parecer las mujeres los preferían  porque se creía que los hombres cortaban mejor el pelo que las mujeres, pero al ser gays no  había riesgo de que las manosearan. Como, a diferencia de otros países, en Colombia no es común segregar por sexos las peluquerías, estas eran pequeños espacios de relativa tolerancia de género. Digo relativa porque yo mismo era un ejemplo de intolerancia: no entraba en la peluquería de los maricas porque me daba miedo y repulsión. Recuerdo que incluso le hablé del tema al peluquero del lado, que no me parecía gay, pero que ciertamente se incomodó con mi comentario. Tal vez fue en el colegio donde me enseñaron a repudiar a los gays, aunque no creo que lo hicieran directamente. Recuerdo, sí, una profesora que decía cosas como que las tijeras eran una herramienta solo para mujeres y que los únicos hombres que podían usarlas eran, justamente, los peluqueros.

Película Hotel Gondolín
La siguiente vez que interactué con una persona abiertamente homosexual debía tener unos doce años. Se trataba de un amigo de mi madre. Ya para ese momento no era homofóbico, pero no recuerdo cuándo ni cómo cambié. Creo que simplemente estaba mejor informado, tal vez precisamente por mis padres. Ellos solían decirme que no creyera nada de los que los profesores decían en el colegio, sobre todo cuando se trataba de la moralidad.

Ayer hubo una marcha multitudinaria de cristianos en Colombia. Su intención era impedir un plan del Ministerio de Educación para luchar contra el matoneo y acabar con la discriminación por motivos de género. Es decir, fue una marcha para defender la violencia de género y la homofobia. Mi primera reacción, que permaneció durante todo ese día, fue la estupefacción. Me pregunté cómo alguien podía defender tan apasionadamente una actitud tan intolerante y agresiva. No era una pregunta retórica. Quería imaginar una forma de empatía con ese enorme grupo de personas que se habían organizado con tanta fuerza en torno al deseo de agredir a otros, y comprender de dónde viene la desesperación con la que defienden su derecho a la violencia.

Recordé en ese momento la percepción que tenía de las peluquerías durante mi infancia. ¿Qué me generaba esa mezcla de miedo y rechazo? Sobre el miedo, creo recordar que no venía de la posibilidad de que me hicieran daño (es decir, no creía que fueran pederastas), sino del hecho de que en sus gestos y vestimentas se transparentara más fuertemente la existencia del erotismo. Es decir, la amenaza estaba en que el travesti o el “amanerado” parecía estar poseído por un deseo sexual tan fuerte y descontrolado que lo había afectado y llevado al extremo de… vestirse inapropiadamente. Aunque no lo racionalizara así, creo que la amenaza que representaba para mí una persona diversa  residía  en la intuición que tenía de que los roles de genero, aún en sus manifestaciones aparentemente más inocentes (formas de vestir, pequeños gestos, etc.) implican un control y un enmascaramiento de la sexualidad. Aunque los peluqueros mostrasen tener más deseos sexuales que los demás, su forma de habitar el mundo, al ser inapropiada, revelaba la artificialidad de todas las otras formas de vestir y hacía evidente cómo quienes se refugiaban en lor roles de género tradicionales estaban también enmascarados.

En todo caso, el sentimiento más fuerte que tenía hacia los peluqueros en ese momento no era miedo sino repulsión. Era un rechazo similar al que genera contemplar una animal deforme, aun cuando es inofensivo (una paloma, por ejemplo). Era como si el hecho de que fueran diferentes implicara la alteración de un orden universal, o como si fueran la manifestación de una falla en el diseño del mundo y su existencia desafiara una forma de clasificación que se supone estaba completa.  Así, la maldad de los peluqueros no tenía nada que ver con nada que ellos hicieran, sino con el hecho de que su sola presencia destruía mi concepción de la realidad.

Por supuesto, estoy elaborando algo que en su momento fue solo una emoción infantil irreflexiva. Lo cierto es que, incluso sin tener unos padres homofóbicos, la cultura dominante ya se había alojado en mí con una fuerza arrolladora. Las ideologías y los prejuicios no se manifiestan generalmente en ideas, sino en emociones aparentemente espontaneas. Un niño, supuestamente único e inocente, puede ser desde muy temprano víctima y perpetrador de una manera injusta y destructiva de pensar y actuar. Es un -inocente- reproductor de la opresión y la violencia.

No recuerdo exactamente cuándo deje de ser homofóbico ni cómo transformé mi concepción sobre los roles de género. Ciertamente no fue en mi colegio, donde nunca aprendí nada parecido a la tolerancia o al respeto a los otros. Por supuesto, esas palabras se nombraban casi a diario, como parte de la constante, repetitiva y omnipresente obsesión por darnos educación en valores: los directvos hablaban de ellos, el profesor de ética daba clases sobre ellos, el profesor de religión hacía dinámicas para inculcárnoslos, la directora de grupo nos reunía para discutir acerca de ellos, y nos llevaban a “convivencias” para formarnos en ellos. Todos los intentos fracasaban estrepitosamente.

Tomado de http://etc.usf.edu/
Sin embargo, había otra educación en valores mucho más efectiva, pero que no se encunciaba abiertamente. En ella participaban los profesores y los demás compañeros al unísono. Era justamente una educación sobre género. En el caso de los hombres, había varias exigencias. Una de ellas era pelear. No solo metafóricamente, sino físicamente. Y siempre debían hacerlo para defender una frágil dignidad puesta en entredicho constantemente por los demas compañeros. Debían, también, ser capaces de insultar a los otros o de protegerse de los insultos de los otros. Debían tolerar las ofensas sin expresar ninguna emoción pero, cuando la agresión verbal escalaba demasiado, debían pelear a golpes. Eso era  lo que estaba en juego con lo que ahora llamaban matoneo y que en esa época no tenía nombre porque era algo omnipresente; simplemente se llamaba “el colegio”.

La lógica de la violencia como marca de lo masculino se proyectaba luego a las demás actividades de la vida escolar: al deporte, a la manera ocupar el espacio, a la relación con los profesores, etc. Las mujeres también peleaban a veces. Pero al parecer el grueso de su educación de valores de género tenía que ver con su integración a un sistema de agresiones e intrigas que giraban en torno a la belleza, a ser objetos sexuales y, al mismo tiempo, a preservar una cierta pureza sexual (la rechazada podía serlo por fea y/o por zorra). Por supuesto, en esta educación en valores no había espacio para la diversidad. Tan pronto aparecía un signo de desviación de la norma, era aplastado por la violencia social.

Yo nuca supe pelear. Era débil y torpe, y esa debilidad se proyectaba a una incapacidad para los deportes, para el baile y, finalmente, para la vida social. Afortunadamente, era rápido de palabra y sabía insultar bien. También me enfrentaba a los profesores para defender a los otros estudiantes. Eso hizo que los más peleadores me tuvieran simpatía y lograra sobrevivir sin casi haber sufrido de matoneo. Sobreviví al colegio, sí, pero no lo disfruté. Fue fuera de las aulas donde exploré mi personalidad y mi identidad. Allí solo quería que mi individualidad pasara desapercibida.

A mí me fue bien. Recuerdo un compañero que recibió tantos ataques que tuvo que salir del colegio, humillado y maltratado. Volvió de visita una vez; se había dedicado a hacer ejercicio compulsivamente. Su rostro suave e infantil contrastaba con sus músculos hipertrofiados. Igual, la gente no podía respetarlo ya; en su momento no había pasado las pruebas de la violencia masculina. Otro compañero, inteligente, pero feo, pobre y torpe, fue el blanco de burla de todos hasta el final. Supe después que se había vuelto abogado, graduado de una universidad prestigiosa, y se había convertido en un militante fanático de la extrema derecha. Recuerdo una chica que nunca fue victima de burlas, pues era simpática y guapa. Cuando nos encostramos casi diez años después, era un muchacho transgénero. Me dijo que siempre supo qué quería de sí mismo pero, como yo, simplemente había anulado su personalidad para pasar desapercibido y sobrevivir.

A veces sueño con que estoy en el colegio. Nunca están mis compañeros. Solo estudiantes imaginarios sin cara. Tampoco pasa nada. Pero hay una angustiosa sensación de haber hecho algo inadecuado y estar siendo juzgado, no por los estudiantes o los profesores, sino simplemente juzgado en abstracto. Creo, hoy, que esas experiencias estaban ligadas a esa educación de género transmitida a través de ese control social constante sobre el que nadie reflexionaba en las innumerables charlas sobre valores.

Mi colegio al principio era por concesión, o charter, pero algo pasó y terminó perdiendo el apoyo estatal. Así que se volvió  un ejemplo típico de los verdaderos colegios privados del país.  Tenía tantos problemas administrativos, tanta corrupción en el manejo de los recursos, tanta ineptitud en la enseñanza, que era difícil creer que de ahí se iba a aprender algo de verdad. No era, pues, uno los míticos colegios de los ricos o de las películas (esos entornos monolíticos y coherentemente opresivos). Eso tuvo algo positivo: nadie creía realmente que la vida escolar era la vida.

Esta experiencia escolar es hoy en día la más común: un par de profesores comprometidos y brillantes rodeados de gente mediocre y sin habilidades académicas mínimas. Estudiantes y profesores mediocres, comprometidos, vagos, especiales, rebeldes o sumisos, luchan contra un sistema burocratizado y en ruinas. Los profesores, muchos de ellos sin conocimientos ni recursos, son además vilipendiados y humillados por todo el mundo. Les piden hacer un trabajo imposible de realizar, como si fueran superhéroes, y a la vez los tratan como algo menos que bufones.

Sin embargo, el problema va más allá de las condiciones precarias de los profesores. Aún si tuvieran mejores condiciones, la forma en que funcionan los colegios ya no parece ser una forma efectiva para transmitir conocimiento o para transmormar el carácter. Los niños, las niñas, y los maestros mismos ya no parecen ver en el colegio la fuente principal de saberes ni modelos de comportamiento. La industria de la cultura ha tomado esos espacios desde hace mucho.  Lo mismo ocurre con los padres. La comunicación con su hijos es cada vez más difícil, pues parecen no entender los referentes que siguen sus hijos para vivir, y no pueden hacer que los jovenes reproduzcan su forma de de enfrentar el mundo. Sienten que la infancia y la juventud se sale de las manos.

Por eso, con esta marcha contra la diversidad sexual ocurre que, por primera vez en años, padres y profesores se ven a sí mismos como aliados. Mas no porque se hayan puesto de acuerdo en el rol que cada uno debería tener en la educación, ni en las condiciones en que esta debe ocurriro  en cómo se debe enseñar; se ven como aliados en la voluntad de controlar los cuerpos de los niños para que no se entreguen, aún más, a formas sociales incomprensibles para ellos.

Tomada de: Ciudadania-express.com
La defensa de “la familia” en singular y “los valores” como conjunto unificado,  sí implican homofobia y anulación de la diferencia. El camino de la diversidad puede ser mejor para la sociedad y, por supuesto, para las actuales víctimas, pero para los "normales" se trata de un camino más difícil.

 Creo, entonces, que quienes luchan por la aceptación de la diversidad deben entender que los homofóbicos sí tienen algo que perder. La discriminación, la burla y la humillación son herramientas efectivas para anular, aunque sea temporalmente, la personalidad desviada de la norma. El costo de usar estas herramientas es altísimo en términos de sufrimiento y perpetuación de la violencia. Pero es un costo que muchos están dispuestos a pagar, sobre todo porque ofrece algo que casi nada en el colegio puede ofrecer: efectividad en la anulación de la difernecia, armonía entre la mayoría de padres, estudiantes, administrativos y profesores, y la sensación de que el caos de la vida es encausado en un orden fácil de entender. Es decir, se les ofrece a todos al ilusión de que la complejidad de la de las relaciones sociales, de la ética y de los sujetos ha sido resuelta y que solo hay que resistirse a las aberraciones. Eso es lo que significa la tautología de “los hombres son hombres, las mujeres son mujeres y los niños son niños, y a estos no hay que confundirlos”. Es eso lo que está detrás de ese sistema de enseñanza que me llevó a odiar a un peluquero travesti antes de querer entender quién era.