martes, 24 de agosto de 2010

Dolor de espalda II (notas sobre un regreso)

1

Desde que regresé las cosas se suceden unas a otras. Debería estar feliz, extático. Al fin y al cabo, pocas personas tienen tanta suerte. Digo pocas sin retórica: a la mayoría de gente que conozco no le va tan bien, y con toda seguridad casi toda la gente que no conozco ni siquiera vive con dignidad. Así que mi situación es como para saltar de alegría.
Pero no salto.
Tampoco se trata de deprimirse. Los problemas de los demás, sean de los amigos o del mundo, mejor verlos con tranquilidad; si no, ya son problemas de uno. Tampoco se trata de revivir el spleen de Baudelaire. Se trata más bien de una ausencia de emociones. Al cabo de dos meses, luego de las primeras impresiones, la vida se ha vuelto una sucesión de escenas inconexas. Todas se remiten directa o indirectamente al pasado, a antes del viaje, pero ya no es claro cómo se conectaban entre sí en ese entonces. Así, en cada escena se puede interpretar con naturalidad el rol esperado, pero no se siente ninguna naturalidad. Al final la sensación es la de ir en un carrito mientras le ponen a uno escenarios de cartón; después de un tiempo parece que uno es el de cartón.
El yo fragmentado del que tanto se habla hoy no se experimenta como una desconsoladora realidad ni como una apertura a nuevos universos. Es más la verificación de un hecho algo gris; no se trata de la destrucción del yo en átomos miserables ni la multiplicación de la consciencia hasta el universo (o el multiverso, para ser posmodernos), sino de algo que se parece más a esas películas malas donde ocurren tantas cosas que ninguna es importante. Uno termina queriendo cambiar de canal.
Por lo pronto, en medio de esa sucesión de espacios anodinos, lo único que puede ser un contínuum, lo único que recuerda que yo soy yo, es un dolor de espalda que no se va. Lo mejor de ese dolorcito es que tiene todo para imponerse y dar una sensación de unidad: es físico, es innegable, es el mismo siempre y, sobre todo, se basa en la culpa: si hiciera más ejercicio, no estaría ahí. En todo caso, al final el monocorde dolor sólo acompaña los fragmentos de vida que no terminan de cuajar ni de interesar en serio a nadie.

2

Siempre se dice que una de las ventajas de viajar es ver las cosas con la sorpresa de lo inesperado, con cierta extrañeza que le está imposibilitada a la mirada local que ya se ha acostumbrado. También se dice que, cuando se regresa después de un tiempo relativamente largo de ausencia, se tiene esa misma sensación y se perciben cosas que antes de partir pasaban de largo. Esto es en parte cierto, pero hay ciertas diferencias entre el viaje y el regreso.
En el viaje, cada experiencia es una verificación de la novedad o de la familiaridad. A menos que se intente lo contrario, todo termina reduciéndose a una lista de compras de aceptaciones, rechazos y verificaciones de conexiones no evidentes entre la sociedad propia y la nueva. El extremo ridículo de esta actitud es el turista, cuyo viaje se reduce al cumplimiento de la chjeck-list de lo imperdible que hace que se pierda de todo lo verdaderamente imprescindible (no lo digo desde la arrogancia sino desde la experiencia: he sido varias veces ese turista de guía lonley-planet y fotos malas).
La martillada retahíla de la tolerancia del viajero cosmopolita es más un acto de voluntad que casi nunca ocurre con profundidad, y que en todo caso se puede dar perfectamente en alguien que, como Lezama Lima, casi no ha salido de su terruño. Si no se intenta de veras, se puede viajar por el mundo y no verse afectado en serio. Lo mismo se puede decir de los lugares llamados cosmopolitas. Aunque evidentemente un lugar donde confluyen extranjeros permite más el encuentro con lo otro, esto no es necesario. De nuevo el turista es un buen ejemplo, pero ya no desde el punto de vista individual sino en tanto que fenómeno: los lugares muy turísticos suelen estar muy aislados culturalmente: el turista no va a dialogar sino a consumir fachadas, el nativo detesta al turista pero necesita dinero; al final el intercambio ocurre pero está lejos de las idealizaciones de dialogo cultural. Por su parte, la ciudad cosmopolita, que suele ser una ciudad rica llena de turistas, extranjeros y sub-extranjeros (inmigrantes), padece la ilusión de la diversidad generalizada. En realidad únicamente se vive una diversidad como posibilidad que hay que realizar deliberadamente. De lo contrario se trata de una fachada d intercambios vacíos.
Así, tanto el viaje como la experiencia de ciudad cosmopolita sólo se manifiesta como superficie banal a menos que quien la experimenta busque, e incluso fuerce, una continuidad entre sí mismo y el otro. Esto puede derivar en la apertura al otro, al estilo de la Hermenéutica; en la sumisión acrítica, al estilo de inmigrante que se intenta dejar de serlo; o finalmente en el resentimiento que desemboca en el nacionalismo del que cree que su país es el mejor. Entonces el círculo se cierra y la experiencia de viaje se vuelve la enumeración del turista de lo bueno y lo malo, solo que más compleja.
Lo que subyace a esto, además de los evidentes problemas culturales, es precisamente la continuidad de las experiencias: cuando uno se aleja de lo cotidiano y lo familiar, se encuentra con la imposibilidad de crear conexiones entre lo que lo rodea y lo que uno es (o cree que es); pero más importante aún, entre lo que uno es y lo que experimenta. La discriminación xenófoba es la experiencia más violenta en ese sentido: uno debe moverse por un mundo donde los demás asumen un ser externo a uno y uno se ve obligado a lidiar con esa imagen falsa.
Sin embargo, la violencia de esa experiencia hace que se imponga como una realidad incuestionable. La fragmentación ocurre en otro plano más cotidiano: son las pequeñas cosas de todos los días las que no encajan, las que hacen que todo parezca tan artificial. Por supuesto esto es solo temporal, y al cabo de un tiempo la voluntad de recuperar una vida cómoda hace que uno termine uniendo los puntos y creando una sensación de organicidad.

3
El regreso, en cambio, es diferente.
En primer lugar, la sensación de extrañeza se esfuma rápido. A menos que uno haya pasado tanto tiempo por fuera que el lugar al que se regresa es del todo diferente, las primeras impresiones de desacostumbramiento son remplazadas rápidamente por la memoria de lo que uno era. Al final los ritos y los caminos ocultos para navegar por la ciudad vuelven a aparecer y uno se acomoda.
Pero ahí está la trampa: aunque los caminos están, ahora son claramente artificiales. El problema es que, a diferencia del viaje, en el regreso no se puede apelar a lo nuevo y a la extrnajería para justificar la sensación fragmentaria. Todo se vuelve una sucesión de experiencias yuxtapuestas falsamente unidas. Al final uno siente realmente que asiste a su vida pero no la vive, que puede ser cualquier persona sin ser auténticamente nadie y ninguna actitud frente a nade se impone como verdadera. Lo único que se mantiene, como hilo conductor o monocorde acompañante, es un dolor de espalda que nos recuerda que el cuerpo de ayer y el de hoy son casi con seguridad el mismo cuerpo, y que por lo tanto somos las mimas personas.
Un argumento así se ha rebatido hasta la saciedad. Pero ¿a quién le importa? Al final uno se conforma con eso y lo asume como punto de partida para volver a construir la sensación de que todo lo que pasa está conectado y que, por lo tanto, tiene sentido. Esto también ha sido rebatido, pero es tener comodidad y no razón lo que termina moviendo la rutina. Supongo que habrá que esperar a que esa rutina construya la sensación del yo que por ahora impide sentir las cosas como ciertas.

domingo, 4 de julio de 2010

Over the Rhine

Cincinnati tiene algo del encanto de los proyectos fallidos. Rodeada de suburbios y bosques semi naturales (como muchas ciudades de Estados Unidos) se encuentra el área central. Abandonado, desarticulado y en un proceso de lenta y atropellada gentrificación, el centro da cuenta de la opulencia de la época de la navegación por el río Ohio y a la vez transmite la historia de constante decadencia. El caso más emblemático es Over the Rhine. Este lugar fue el eje de la prospera colonia alemana y ahora es el barrio más peligroso de Estados Unidos. Lo que uno siente cuando pasa hacia el atardecer por allí (sobre todo en las areas que no han sido "restauradas" y son todavía "el gueto") es que la comodidad de vivir en el país más rico del mundo no existe. El sueño de progreso individual no se hace evidente, o está enterrado por la dinámica de segregación, miseria y violencia. Incluso los cuerpos, lacerados por la malnutrición y el crack, desafían cualquier intento de ver un ideal de progreso.

Estar allí, sin embargo, me generó una suerte de simpatía. No se trata de que se esté feliz por ver algo así, o de que se disfrute de la violencia, el miedo y la miseria. Pero, aún a través el horror de niño aburguesado, uno puede sentir una suerte de sensación de humanidad completa. Over the Rhine es el fracaso de un proyecto hegemónico que se presenta como una unanimidad feliz, llena de vacíos y contradicciones internas, pero que nunca parece destruirse estrepitosamente. Al estar en el gueto, se hace evidentemente la complejidad de la sociedad estadounidense, complejidad que sólo se muestra con maquillaje en los periódicos y en las series. En Over the Rhine, "The Rights of Life, Liberty and The Pursuit of Happiness" no parecen más que conceptos abstractos y ajenos, no los pilares ideológicos sobre los que se construye una vida.

Al final la simpatía que produce el gueto de Over the Rhine no es agradable. Lo que me transmite el barrio tiene que ver justamente con esa sensación de ausencia a la que se había acostumbrado uno y que reaparece incluso visualmente. Es ver por fin un sector de la sociedad que se cae a pedazos, y que muestra las equivocaciones de una sociedad entera. Así, en el reconocimiento del fango del otro, se siente uno más cercano.

Pero aún en el gueto de Cincinnati uno sabe que no es lo mismo. Las ciudades de los países pobres no pueden disimular la aspereza, ni pueden glorificarla como lo hacen las ciudades de los países ricos. Aún Over the Rihne vive de las migajas de una nación opulenta, de modo que se sostiene con más estabilidad. El homeless tiene una tranquilidad que no se ve en el indigente, como si de algún modo el primero sintiera que su posibilidad de vivir es más alta o que hay que luchar con menos rudeza por ella. Además, en Cincinnati siempre se puede tomar un bus de vuelta al mundo que funciona. En la ciudad del país pobre, en cambio, sólo se puede conseguir esa falacia en el interior de las casas. El resto del tiempo, uno siente que Over the Rhine está en todas partes extendiendo sus tentáculos. No. Eso es solo una reacción visual. Bien vistas las cosas, la metafora en la ciudad pobre es al revés: no es un gueto que se va expandiendo por una ciudad, sino que, en un “Sobre el Rin” inacabable hay un pequeño pulpo de opulencia que extiende sus lánguidos tentáculos y hace emerger pequeños espacios hermosos. Esos espacios son como flores que brotan y muestran su belleza pero succionan la poca agua que queda y ensanchan el desierto: los espacios que funcionan lo hacen aumentando la ruindad cotidiana circundante, pues de ella se alimentan.

La cuestión no es que en un lugar no ocurra la infamia y en otro sí, sino qué tan perceptible es. Chiquita mata sindicalistas para incrementar sus ganancias, de las cuales una parte llega a Cincinnati (gracias que la casa matriz está allí); con ese dinero alcanza para maquillar los problemas.

En Bogotá, en cambio, uno tiene que ver constantemente la dinámica de dentelladas del capitalismo que en Cincinnati solo aparece como un imponente edificio que está saqueando algún lugar bien lejos... a menos que uno vaya al gueto. Entonces se da uno cuenta de que pensar que hay países mejores, donde uno puede escapar de la ignominia de verlo todo caerse a pedazos, es tan futil como creer que la mala consciencia se quita viviendo en un conjunto cerrado de casas, lejos de los indigentes.

sábado, 3 de abril de 2010

Las cosas reales

"La realidad está allá". Ésa había sido la respuesta provisional a la pregunta sobre a mi relación con Bogotá y mi estancia en Estados Unidos. No se trataba de que extrañara la ciudad como se extraña a un amigo, ni de que hubiera empezado a sentir esa nostalgia o esa idealización de la que tanto me habían hablado. En todo este tiempo nunca he sentido que necesite los cerros bogotanos o las empanadas. En cambio, había aparecido una constante atracción por estar al tanto en todo momento de lo que pasaba en el país y en la ciudad. No era algo que viniera acompañado de una emoción intensa, sino que se quedaba siempre en el universo de lo intelectual, pero que ocupaba ese universo cada vez más.
Antes había pensado que la obseción intelectual por la ciudad y el país era un mecanismo defensivo, una manera de no estar acá, o una expresión de la tal nostalgia reprimida. Algo hay de eso, pero siempre había sentido que esa sensación era insuficiente. Sin embargo, en las últimas semanas había encontrado una imagen que me satisfacía más: la vida en las dos calles que rodean el campus de la Universidad de Cincinnati, aún a pesar de que ha pasado más de año y medio desde que estoy acá, se me hacían irreales. En cambio, Bogotá (en la imagen distorsionada que tengo de ella) era "la realidad". La metáfora es coherente con la sensación que había tenido: sin ni deseos desesperados de estar allá, ni una suerte de saudade, ni el nacionalismo o la crisis de identidad; decir que Bogotá es más real que mi realidad es la manera en que la mente ha estado intentando aferrarse al sistema donde se ha construido, es el lenguaje en el que me he hecho buscando el cordón umbilical con el cual cree estar atado al mundo. Lo demás (la comida, las costumbres, el color de las casa, la sociedad diferente) está subordinado a eso.
"No se trata de estar en Estado Unidos, se trata de no estar aquí", había dicho cuando tomé la decisión de irme. Siempre me he mantenido fiel a esa frase, pero su significado ha ido cambiando hasta volverse su contrario. No se trata de caer en el lugar común del que encuentra la identidad cuando se va, sino más bien del que verifica que, como en las adivinanzas, lo que se elude sistemáticamente es precisamente la respuesta al acertijo. Así es como adquiere sentido el hecho de que las dos calles llenas de universitarios estadunidenses amables, tranquilos, frívolos e inconscientes de sus privilegios se hubieran sido todo este tiempo para mí lo contrario de la vida que llevaba en Bogotá. Una apreciación fabricada, como si solo por visitar el centro todas la semanas no hubiera sido siempre un universitario amable, tranquilo, frívolo e inconsciente de mis privilegios. De esta manera había entendidodo que las dinámicas y la podredumbre nacional que imaginaba mientras leía compulsivamente los periódicos adquierieran en mí más realidad que el pequeño mundo de país rico que me rodea. La idea de que la realidad está allá había traspasado toda mi interpretación de estar acá.


Hoy pensaba en todo esto cuando, desde un café, miraba a unas chicas que tomaban el sol, que me sonreían, me saludaban desd un balcón y que luego desaparecían. Mientras tanto me aferraba a un café con hielo y a la voluntad de no hacer nada. En el café había una chica que me había llamado la atención; tenía pelo corto y un suéter verde, y trabajaba en un portátil. Estuvo varias horas y luego se fue, pero después la volví a ver por la ventana del café; iba acompañada de unos amigos. Todo el tiempo había estado muy seria, lo cual me extrañó porque la gente acá suele sonreír cada vez que se encuentra con alguien. Al cabo de un rato me olvidé de ella. Cuando volvía a casa por la noche pasé junto una instalación artística que alguien había hecho a un lado de la calle: unas ramas secas puestas en el piso proyectaban, gracias a un foco, su sombra sobre una pantalla blanca. Me quedé mirando un rato, y me di cuenta de que la chica del suéter verde estaba a mi lado. Se quedó mirando unos segundos y de pronto se comenzó a llorar. Era como si estuviera viendo la tumba de un amigo. Siguió llorando sin intentar contenerse, pero sin ningún dramatismo. Luego continuó caminando sin calmarse, ignorando todo lo que la rodeaba, incluso a mí, que la había estado mirando descaradamente. Tuve el impulso de alcanzarla pero no lo hice, no supe qué le podía decir. Tampoco pregunté a los chicos que estaban junto a la instalación si había un motivo especial para hacerla. Ellos se habían vuelto tan irrelevantes como las chicas del balcón por la tarde.
Seguí mi camino a la casa. Llegué a mi habitación. Sentí que toda la realidad del lugar donde he estado este tiempo se me vino encima y me rodeó. Ahora estaba aquí, sin el otro referente, si n la muleta.
Por fin había llegado.

lunes, 15 de febrero de 2010

La sinceridad irracional

I

El problema de intentar cualquier discusión acerca de arte y literatura es que, tarde o temprano uno se topa con la frase de siempre: “bueno, en fin, es cuestión de gustos”. Uno puede alegar que cerrar la discusión así es asumir que el una forma de arte es como una marca de zapatos o un sabor de pezza, y no algo que nos configura profundamente como seres humanos; no podemos entonces reducir el asunto a un tema de gustos, o permitir simplemente que el mercado lo defina. Sin embargo, aún con personas que realmente creen en el arte como forma de vida y de percibir la realidad, uno termina encontrando muy a menudo esa pared, esa forma de acabar el diálogo. En esos casos suele asumir una forma más sofisticada: “al final es algo tan personal…”, “no sé, igual es lo que a mí me mueve”, “son diversas maneras de asumir las cosas” o, más directamente “es que esto es tan subjetivo”. Al final es el mismo argumento del gusto: al menos se acepta la importancia vital del arte, pero igual se vuelve al punto de aceptación de lo que sea o de la tolerancia silenciosa entre todos.
El problema es que realidad tal convivencia pacífica entre gustos no existe. Cuando digo esto podría invocar que detrás del gusto está el mercado, con sus fuerzas mezquinas y nada personales; también podría invocar la difusa y esquiva función moral o social del arte. Sin embargo, en este momento me interesa ver el problema desde otra posición: el arte sí es subjetivo. Pero precisamente por su subjetividad, quien vive en el arte (el artista, el lector ávido, el que va a cine o a teatro para algo más que el ocio…) no puede mantener por mucho tiempo la aceptación cordial de todas las posturas estéticas; puede callarse y aceptar el final de una discusión cuando alguien invoca el dichoso principio de la subjetividad o el gusto, pero pronto volverá a sus andanzas yo volverá a arrugar la nariz con disgusto ante lo que considera mediocre o francamente malo. ¿Por qué el artista o el lector ávido no se conforman con aceptar que entre gustos no hay disgustos? Cuando se está tratando de algo que está vinculado a nosotros, sentimos que debemos defenderlo, pues es a nosotros a quienes estamos defendiendo. He ahí, la contradicción: puesto que es subjetivo, no podemos decir que una forma de arte importante para otros es deficiente para nosotros sin insultar la subjetividad de esos otros, y sin embargo no podemos asumir nuestra propia subjetividad estética sin pelear tarde o temprano por lo que consideramos que es buen arte. Al final mandamos al carajo los buenos modales.

II

Cuando se discute racionalmente el arte, echando mano de las teorías (explicitas o no) y de las historiografías (aceptadas o no), hay que asumir que se le tilde a uno de ser un racionalista inútil, de disecar lo más vital del ser humano, de no entender la esencia del arte o de no vivirlo. Hay miles de argumentos contra estas afirmaciones. Pero uno no deja nunca de preguntarse si al final tienen razón quienes se las lanzan a uno en la cara, sobre todo cuando son artistas –artistas buenos buenos--. Porque en realidad son pocos los poetas que no expresan, así sea en cierta medida, sus dudas sobre la utilidad debatir el destino del arte en un terreno diferente al del arte mismo. El problema es que discutir racionalmente sobre arte es, indirectamente, discutir racionalmente sobre algo que es íntimo para nosotros o para alguien más. ¿Tenemos derecha a hacerlo? ¿Qué tan válido es decir que tal poeta es una basura sin ofender a aquellos que lo sienten como parte de sus vidas? Ese es el gran problema que esconde el rechazo a la crítica de arte, y también de la crítica cultural. Es casi imposible llegar muy lejos en un ataque a la música pop o a la televisión sin terminar ofendiendo a quienes ven televisión. Decir que la televisión es estúpida o que el pop es estúpido es finalmente decir que la gente es estúpida. Decir que un poeta es muy malo es decir que quienes lo leen tienen mal gusto, que algo muy profundo de ellos es al final tonto. Quien no se ofende, termina siempre pensando que quien critica es un dogmático o al menos tiene una sensibilidad diferente (deficiente). La pregunta es, ¿pierde por eso el derecho a discutir?
Criticar la subjetividad de otros, o criticar la propia subjetividad a través de la crítica de arte o la crítica cultural (si es que son diferentes) implica tomar una posición: lo que consideramos íntimo, más allá de la razón, puede ser simplemente algo aprendido, algo que otros nos han metido y que no es más que una idea estúpida o nefasta. ¿Son sinceras las lágrimas de un ama de casa cuando ve el final de una telenovela? ¿Es auténtica la veneración de un joven por un autor de culto? Cuando un cantante nos llega al alma, ¿es ese cantante quien nos ha tocado o es la industria? ¿Es a nuestra alma la que vibra o a la parte de nuestra consciencia que ha sido trabajada desde la infancia por la industria de la estupidización?

III

La producción estética, como la recepción estética, pasa por un momento irracional (o supra-racional, según se mire), la pregunta es que tanto somos nosotros en ese momento. Si lo que busca el arte es hacer emerger la autenticidad, lo no idéntico, ¿debe estar por fuera la razón de ese proceso?
Pero evidentemente el arte no tranza únicamente con lo racional, o si lo hace, sólo ocurre eventualmente. Pretender que la construcción estética es sólo un objeto de la razón, la técnica y las decisiones conscientes del escritor es dejar por fuera demasiados ejemplos de lo contrario. Pretender que es sólo producto de la inspiración es ignorar deshonestamente todo lo que no es intuitivo en el arte, pero también es ignorar que en los momentos de más inspiración pueden producir basura o que cualquier productor de basura puede invocar la inspiración y la subjetividad para blindarse de toda crítica. No hay un punto medio entre estas dos posiciones, sino más bien una tensión. Pero en todo caso tal vez haya qua asumir que todo acto de análisis del arte, aún del más irracional y sincero de todos, es un acto inevitable aunque implique necesariamente una ofensa inaceptable hacia alguien.
Pero no se puede perder de vista que de lo que se trata es de hablar sobre la propia existencia, y sobre la de los otros. Entonces se libran batallas intelectuales del modo más abusivo y toda la impopularidad que recae sobre el que analiza el arte es, en cierto modo, bien merecida.

IV

No se debe olvidar que todo análisis deja de lado algo en su mismo afán de explicar. La tranquilidad del que analiza es sólo una máscara, como es una máscara la tranquilidad de ciertos narradores. Esa máscara es válida en tanto que quien escribe lo sepa. Es decir, el análisis no es sincero cuando es melifluo o exhibe una subjetividad fácil, sino cuando quien escribe en el fondo no cree que está hablando de algo tranquilo y que sólo cumple con su trabajo, sino que se está jugando su propia exploración de la subjetividad. El problema es que entonces está siendo sincero; es decir, se está de nuevo cayendo en la trampa de no saber si lo que se defiende no es más que la exposición de una parte de nuestro ser que ya ha sido tomada o devastada por lo que nos machacan todos los días.