-Para Ángela Pinzón y Héctor Castillo, en los días después del No
No acepto la condescendencia de decir que una sociedad que se lanza al odio y a la autodestrucción lo hace siempre por ignorancia. No. Las mentiras que les dicen sus líderes a veces son, en efecto, para ocultar verdades inadmisibles. Pero muchas veces son coartadas morales. Quienes las escuchan saben que no los engañan sino que les dan un cuento para sentirse bien, aunque actúen desde la mezquindad. Saben que reemplazan los actos difíciles que implican buscar el bien común por historias que justifican emociones oscuras. Lo sé porque los he visto muchas veces, y porque yo he sido así también. Muchos de ellos no dimensionan el daño que hacen porque su principal decisión ética ha sido no dimensionar ese daño. No son así con todo, ni todo el tiempo, pero muchas veces es lo único que muestran. ¿Qué los mueve? ¿Autoritarismo, envidia y venganza? Lo cierto es que ante todo quieren desaparecer aquello que, con su sola existencia, hace que su vida desluzca. En eso consiste su odio.
A veces me imagino que puedo vengarme de algunos de ellos. Es una venganza pequeña, pero para mí, basta: imagino que tienen hijos. Uno de ellos crece y no les cree más; piensa que debe hacer algo distinto. Busca opciones, y se transforma. Imagino que yo participo de ese proceso. No lo inicio, no lo guío, pero doy un empujón. Ayudo a la hija a alejarse de la coartada moral. Ahora ella va a trabajar en contra de la mezquindad de sus padres. Así me vengo de ellos por haber arruinado la posibilidad de que la sociedad en que vivo mejorara un poco.
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Hay una historia que he escuchado muchas veces, sobre todo de gente que ahora tiene sesenta años y vivió los movimientos sociales y culturales de los 70 y los 80. Sus padres eran ultraconservadores, laureanistas o liberales de whisky o de tamal. Los hombres tenían que ser machos, las mujeres rectadas, y todo lo que fuera pensar distinto se resolvía con una cachetada. Colegios de curas o monjas y compañeros conformistas. Pensaban que estaban solos, pero tenían la certeza de que lo que les presentaban no era el camino, que ser minoría no los eximía de luchar y vivir a contrapelo. Tenían que romper con su familia, fuera en confrontación directa o, más difícil aún, en una lucha interna que implicaba reconocer las taras internas.
A veces compartían sus ideas con otros, y poco a poco encontraban gente que seguía su mismo impulso. Casi siempre los más viejos les decían que no fueran ilusos, que cuando crecieran verían como eran las cosas: les auguraban conformismo. Pero a veces aparecía alguien mayor que ellos y que no era conformista. Sí, no tenía la vitalidad de ellos, pero conservaba la integridad. Les decía que las desilusiones eran para decantar y madurar, pero que eso no significaba volverse cínicos sino agudos. Esa persona les había ayudado a encender la llama.
A algunos de ellos les ocurrió que esa llama se convirtió en un deseo de cambiar la sociedad. Formaron grupos, se organizaron actuaron. Y siempre pasó un momento en que creyeron que sus intentos estaban a punto de dar resultado y que su generación era la del punto de quiebre. De repente las cosas se malograban, en gran medida porque justamente su generación se parecía más a los padres represores que al futuro que imaginaban. Habían olvidado que eran igual de pocos a cuando estaban solos en el colegio. Entonces sentían el puñal de la traición de su pares. Muchos de ellos terminaron volviéndose cínicos: si veían un joven entusiasta lo desanimaban. Otros en cambio se dieron cuenta que la historia es más larga que una vida humana y que los actos inmediatos solo son un tejido mínimo en la complejidad del mundo. Entonces, cuando menos pensaron, ya se habían vuelto como esa vieja obstinada e irónica que les había dicho que siguieran, que no le creyeran a los viejos pecuecos que los atajaban.
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Siento que debería ayudar a encontrar una solución. Nuestros actos son apenas tejidos, y estamos tejiendo en medio de un huracán. Podemos tejer con el ojo mezquino de nuestra propia frustración, y maldecir el viento y el agua que nos arruina la lana. Eso no es otra cosa que la rabia de verificar la obviedad de que hay un gran vacío entre el poder individual y el deseo. Podemos también tejer abriendo los ojos y fijándonos la tormenta.
Me gusta mucho!!!!!
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