martes, 16 de octubre de 2012

Tejer relatos (para Alexander Díaz "Mateo", in memoriam)

Cuando alguien cercano muere, todo a nuestro alrededor se difumina y se vuelve aterradoramente opaco. No podemos dejar de pensar en nuestra propia muerte. No es que creamos que vamos a desaparecer ya mismo, es que ya no estamos seguros de que no pueda pasar así. La pérdida entonces es doble: desaparece nuestro amigo, pero también desaparece la seguridad que teníamos de nosotros mismos.  La solidez de nuestro mundo pierde de ese modo su fuerza, y el sentido que le damos a lo que nos rodea se revela como provisional; uno de los ligamentos que mantenía todo en orden de repente se ha roto. No podemos entonces ignorar, ni postergar con pragmatismos, la sensación de que lo que somos no es claro, como ya no es clara la existencia de esa persona cercana.



Se ha dicho infinidad de veces que hay que vivir sabiendo que en cualquier momento moriremos. Pretender actuar con la certeza de que vamos a morir mañana es tan frívolo como actuar con la certeza de que somos inmortales. Pero, ¿qué significa eso? Significa, no que debamos entregarnos al placer inmediato, ni a la construcción de grandes proyectos, ni al ascetismo ni al vicio. No significa nada en particular... y sin embargo, cuando la muerte llega demasiado cerca, aparece ante nosotros la pregunta sin respuesta por el sentido que le damos a nuestros actos, y a los actos de los otros; la pregunta por lo que somos en el mundo que construimos sin prestar atención.

«Un hombre que muere a los treinta y cinco años, es, en cada punto de su vida, un hombre que muere a los treinta y cinco años», cita Walter Benjamin, y corrige: «un hombre que muere a los treinta y cinco años quedará en la rememoración como alguien que en cada punto de su vida muere a los treinta y cinco años. En otras palabras: esa misma frase que no tiene sentido para la vida real, se convierte en incontestable para la recordada». El sentido de la vida de una persona puede ser su muerte, sobre todo para quienes lo recordamos. Pero, ¿cómo construir ese sentido? No todo lo que hace una persona adquiere un significado completo cuando muere, menos cuando muere joven. Siempre fallecer es una interrupción, y por lo mismo, no puede ser esa interrupción lo único que se diga de quien es sorprendido por la muerte. Hay que alejarse de ese lugar común (“tan joven que era”) si de verdad se quiere honrar su memoria.

Es sólo en esa memoria donde podemos buscar el homenaje sincero a esa persona, y a lo que era para nosotros. Nunca sabremos qué significados le daba en silencio a su vida, nunca podremos juzgarla, aún si queremos hacer de ella un héroe o una decepción (el héroe se sabe en secreto mentiroso, el despreciado se sabe en el fondo único y, de algún modo, especial). Sólo nos quedan los significados que, con los actos y palabras que dejó, podemos nosotros tejer en la rememoración.

Quizá el sentido de la vida sea imaginar los sentidos de nuestros actos y de los actos del otro. Por eso, tal vez, los verdaderos héroes sean quienes nos convencen de que su vida, cuando termina, tiene un sentido, aquellos cuya imaginación es tal que logran tejer relatos en sí mismos y en los demás. La verdadera hazaña de una persona sería entonces lograr que, de los recuerdos que han quedado de ella en las mentes de nosotros, puedan surgir relatos que nos ayuden a volver a tejer el sentido de nuestro mundo.

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