Victoria de Samotracia |
Gabriel Rudas
Desde esta esquina de la galería se
ve poco. A mi izquierda la fila de cuadros parece no tener fin, a mi derecha la
puerta de entrada sigue cerrada. El único cuadro que alcanzo a ver es el
retrato de la mujer de amarillo, y está torcido. Siempre fue tan importante
para mí que las pinturas estuvieran en el lugar correcto, pero sobre todo que estuvieran
alineadas, que pasaba horas colgando cada una de ellas. Creo que nunca me podré
acostumbrar a ver un cuadro inclinado. Bastaría con un pequeño ajuste para corregir
el problema, tan fácil como pararse enfrente y moverlo un poco. Pero ahora
hasta llegar a la pared me agota demasiado.
A veces intento acordarme de las otras
pinturas, pero aunque sé en dónde están y por qué las puse allí no puedo recordar
cómo eran. Por eso prefiero observar el retrato de la mujer. Siempre me ha
gustado mucho, de hecho era mi pieza favorita antes de que me encontrara la
escultura de Ícaro. En esos días disfrutaba bastante imaginar qué clase de
mujer era, cómo había llegado al cuadro, cómo eran sus amigos y por qué había
escogido ese vestido amarillo de encajes. Le ponía un nombre, intentaba
descifrar una personalidad que se adivinara en sus ojos entrecerrados, y hasta
le contaba las historias que le había inventado en esos días. A veces era un
mujer rica de los cincuenta que venía de lejos o se quería ir lejos; otras
veces era una chica que llegaba de una fiesta de disfraces; otras una
adolescente que, entre la curiosidad y el miedo, se probaba el vestido de su
abuela recién muerta. Al cabo de un tiempo me aburría y la dejaba a un lado
para fijarme en las nuevas piezas que había comprado, pero siempre al final regresaba
a ella y le creaba un pasado nuevo. En el fondo creía que, si la historia que
le contaba llegaba a coincidir con su verdadera vida, la mujer comenzaría a
moverse y me diría algo. Eso nunca llegó a pasar, y cuando vino la escultura de
Ícaro me olvidé por completo de ella y de las demás pinturas.
Hacía tiempo sabía que quería una
escultura para hacerle compañía a los cuadros. Había considerado varias
opciones, e incluso había sopesado qué tan grande debía ser y cómo debía estar
ubicada en la galería de modo que no se rompiera el equilibrio. Ninguno de esos
planes se ajustaba a la escultura de Ícaro, tan grande y asimétrica. Pero
cuando la vi allí, sobresaliendo en los escombros de esa casa demolida, me
inquietó de tal manera que tuve que detenerme y acercarme. En ese momento no
pensé la casualidad de que justo cuando estaba buscando esculturas me
encontrara una abandonada. Creo que ni siquiera consideré inmediatamente llevármela;
sólo me preguntaba cómo habían podido olvidar entre la basura una figura tan
particular, con ese rostro blando pero a la vez severo y ese mármol que, siendo
tan viejo y lleno de grietas y golpes, lograba transmitir inexplicablemente una
sensación de juventud.
Recuerdo que tenía cierta reticencia
a recoger un objeto de la calle para llevarlo a mi casa, así que ese día
regresé pretendiendo que el asunto no importaba demasiado; incluso me dije que
después de todo no sería buena idea tener una escultura en una galería de
cuadros. Sin embargo, cuando vi las pinturas de nuevo no pude apreciarlas del
mismo modo. Era como si hubiera caído sobre ellas una telaraña y ya no me interesara
que me dijeran nada. Al final sólo quería regresar y traer la escultura. Ahora me
da la impresión de que la mujer de amarillo me mira como reprochándome ese
abandono. No sé si debería pedirle perdón, aunque no sea sincero. De todos
modos ya no creo que se vaya a mover jamás; luego de vigilarla por tantas horas
estoy casi seguro de que su quietud es invulnerable a cualquier relato.
No fue así con Ícaro. Desde que lo
puse en el anaquel frente al retrato de la mujer me di cuenta de que era
diferente. Al principio me preguntaba qué había sido antes de llegar, pero con
el tiempo se hizo evidente que esos pensamientos no tenían sentido. Aunque
quisiera, no podía inventar un pasado para él. Parecía que no necesitaba de
nadie para descubrir sus historias, como si ya las supiera desde hacía mucho. Sentía
que algo en su forma o en su rostro no me permitía tener ninguna actitud
consistente hacia la escultura, pero tampoco podía evitar volver a ella una y
otra vez. No sabía cómo comportarme, hasta que al fin entendí que el problema
era pedirle algo o buscar algo en ella, como hacía con las otras piezas. Comprendí
que era la escultura la que me pedía algo que yo no podía descifrar todavía,
pero que implicaba permanecer allí sin otra expectativa que la contemplación
misma.
Tal vez por eso no me sorprendí cuando comenzó
a moverse. No era que no me importara, al fin y al cabo había buscado algo así
por tanto tiempo y lo había intentado con tantos cuadros. Pero estar ahí frente
a Ícaro en movimiento hizo que ese pasado de intentos y búsquedas pareciera una
anécdota irrelevante. No sé cómo explicar lo que me sucedió allí cuando agitó
las alas. Podría decir que era la precisión, la elegancia que se sobreponía al
moho y al mármol desportillado, o esa dignidad que no se rebajaba a la ruin
posibilidad de volar. Pero no se trataba de eso. Vagamente pensé que lo que
estaba viendo hacía parecer que todas las cosas que estaban allí, y todo lo que
había hecho, eran preludios a sus lentos aleteos.
Ícaro - Odilon Rendon |
No sé si Ícaro se movía para mí o
para sí mismo. Lo cierto es que, cuando se quedó quieto de nuevo, la sensación
de impotencia y la posibilidad de que hubiera sido un momento que no se
volvería a repetir me impidieron volver a dormir. Después de verlo ya no podía
conformarme otra vez con un cuadro que sólo espera a que le inventara cosas.
Nunca supe cómo evitar que dejara de
moverse, y aún no lo sé. Al principio creí que con traerle pájaros para que se
los comiera era suficiente, y funcionó por un tiempo; luego pensé que con darle
mi ropa y abrirle la puerta para que saliera le probaría definitivamente mi lealtad.
Me alegro de que haya perdonado esa ligereza. A veces pienso que me deja aquí y
no vuelve para castigarme por haber querido comprarlo con actos tan avaros.
Pero cómo creer eso de él, ahora que no ha dejado de moverse por tanto tiempo y
se ve tan feliz. Además, no es tan malo estar acá frente al retrato de la mujer
de amarillo. Quizá debería intentar una historia, así sea para pasar el tiempo,
aunque el cuadro no se mueva y esté mal colgado. He estado pensando en ir hasta
allí, saltar para darle un golpecito por debajo del marco y enderezarlo. El
problema es que es muy difícil usar al mismo tiempo los brazos para caminar, impulsarse
y luego tocar el cuadro con la fuerza exacta; se corre el riesgo de no calcular
bien y torcerlo para el otro lado o, lo que es peor, hacerlo caer. Además tengo
los brazos entumidos y me hormiguean las manos.
Ahora que estoy aquí, solo, no puedo
evitar pensar que quizá algún día no pueda volver a ver a Ícaro moverse ni
siquiera unos pocos minutos. Intento no darle vueltas al
asunto y distraerme; no vale la pena recordar mis errores del principio, o lo
egoísta que fui después al pretender que sólo con renunciar a algunas cosas
podía merecerlo. No sé cómo pude suponer que rechazar el aire de la calle, el
orden de la galería o la luz de la casa eran sacrificios que me hacían digno de
él, como si esas cosas no hubieran perdido de antemano su significado, como si no
hubiera ya renunciado a ellas cuando encontré la escultura. Sé que no es así
como conseguiré que no vuelva a quedarse quieto, pero aún no encuentro cómo hacer
algo que sea bastante para él, algo irreversible.
Lo mejor es esperar. Puede regresar
en cualquier momento. Tan pronto entre por la puerta le señalaré el cuadro para
que lo enderece. Intenté pedírselo cuando salió pero iba tan rápido que no le
pude decir nada, además no me estaba prestando mucha atención. Debe estar muy
emocionado como para fijarse en esas cosas. Ojalá regrese pronto. Desde que le
di mis piernas tarda cada día se más en volver. A lo mejor lo convenzo de que encienda
la luz o me cambie de sitio.
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