domingo, 6 de mayo de 2012

Escultura (cuento)


Victoria de Samotracia


Gabriel Rudas
Desde esta esquina de la galería se ve poco. A mi izquierda la fila de cuadros parece no tener fin, a mi derecha la puerta de entrada sigue cerrada. El único cuadro que alcanzo a ver es el retrato de la mujer de amarillo, y está torcido. Siempre fue tan importante para mí que las pinturas estuvieran en el lugar correcto, pero sobre todo que estuvieran alineadas, que pasaba horas colgando cada una de ellas. Creo que nunca me podré acostumbrar a ver un cuadro inclinado. Bastaría con un pequeño ajuste para corregir el problema, tan fácil como pararse enfrente y moverlo un poco. Pero ahora hasta llegar a la pared me agota demasiado.

A veces intento acordarme de las otras pinturas, pero aunque sé en dónde están y por qué las puse allí no puedo recordar cómo eran. Por eso prefiero observar el retrato de la mujer. Siempre me ha gustado mucho, de hecho era mi pieza favorita antes de que me encontrara la escultura de Ícaro. En esos días disfrutaba bastante imaginar qué clase de mujer era, cómo había llegado al cuadro, cómo eran sus amigos y por qué había escogido ese vestido amarillo de encajes. Le ponía un nombre, intentaba descifrar una personalidad que se adivinara en sus ojos entrecerrados, y hasta le contaba las historias que le había inventado en esos días. A veces era un mujer rica de los cincuenta que venía de lejos o se quería ir lejos; otras veces era una chica que llegaba de una fiesta de disfraces; otras una adolescente que, entre la curiosidad y el miedo, se probaba el vestido de su abuela recién muerta. Al cabo de un tiempo me aburría y la dejaba a un lado para fijarme en las nuevas piezas que había comprado, pero siempre al final regresaba a ella y le creaba un pasado nuevo. En el fondo creía que, si la historia que le contaba llegaba a coincidir con su verdadera vida, la mujer comenzaría a moverse y me diría algo. Eso nunca llegó a pasar, y cuando vino la escultura de Ícaro me olvidé por completo de ella y de las demás pinturas.

Hacía tiempo sabía que quería una escultura para hacerle compañía a los cuadros. Había considerado varias opciones, e incluso había sopesado qué tan grande debía ser y cómo debía estar ubicada en la galería de modo que no se rompiera el equilibrio. Ninguno de esos planes se ajustaba a la escultura de Ícaro, tan grande y asimétrica. Pero cuando la vi allí, sobresaliendo en los escombros de esa casa demolida, me inquietó de tal manera que tuve que detenerme y acercarme. En ese momento no pensé la casualidad de que justo cuando estaba buscando esculturas me encontrara una abandonada. Creo que ni siquiera consideré inmediatamente llevármela; sólo me preguntaba cómo habían podido olvidar entre la basura una figura tan particular, con ese rostro blando pero a la vez severo y ese mármol que, siendo tan viejo y lleno de grietas y golpes, lograba transmitir inexplicablemente una sensación de juventud.

Recuerdo que tenía cierta reticencia a recoger un objeto de la calle para llevarlo a mi casa, así que ese día regresé pretendiendo que el asunto no importaba demasiado; incluso me dije que después de todo no sería buena idea tener una escultura en una galería de cuadros. Sin embargo, cuando vi las pinturas de nuevo no pude apreciarlas del mismo modo. Era como si hubiera caído sobre ellas una telaraña y ya no me interesara que me dijeran nada. Al final sólo quería regresar y traer la escultura. Ahora me da la impresión de que la mujer de amarillo me mira como reprochándome ese abandono. No sé si debería pedirle perdón, aunque no sea sincero. De todos modos ya no creo que se vaya a mover jamás; luego de vigilarla por tantas horas estoy casi seguro de que su quietud es invulnerable a cualquier relato.

No fue así con Ícaro. Desde que lo puse en el anaquel frente al retrato de la mujer me di cuenta de que era diferente. Al principio me preguntaba qué había sido antes de llegar, pero con el tiempo se hizo evidente que esos pensamientos no tenían sentido. Aunque quisiera, no podía inventar un pasado para él. Parecía que no necesitaba de nadie para descubrir sus historias, como si ya las supiera desde hacía mucho. Sentía que algo en su forma o en su rostro no me permitía tener ninguna actitud consistente hacia la escultura, pero tampoco podía evitar volver a ella una y otra vez. No sabía cómo comportarme, hasta que al fin entendí que el problema era pedirle algo o buscar algo en ella, como hacía con las otras piezas. Comprendí que era la escultura la que me pedía algo que yo no podía descifrar todavía, pero que implicaba permanecer allí sin otra expectativa que la contemplación misma.

 Tal vez por eso no me sorprendí cuando comenzó a moverse. No era que no me importara, al fin y al cabo había buscado algo así por tanto tiempo y lo había intentado con tantos cuadros. Pero estar ahí frente a Ícaro en movimiento hizo que ese pasado de intentos y búsquedas pareciera una anécdota irrelevante. No sé cómo explicar lo que me sucedió allí cuando agitó las alas. Podría decir que era la precisión, la elegancia que se sobreponía al moho y al mármol desportillado, o esa dignidad que no se rebajaba a la ruin posibilidad de volar. Pero no se trataba de eso. Vagamente pensé que lo que estaba viendo hacía parecer que todas las cosas que estaban allí, y todo lo que había hecho, eran preludios a sus lentos aleteos.
Ícaro - Odilon Rendon

No sé si Ícaro se movía para mí o para sí mismo. Lo cierto es que, cuando se quedó quieto de nuevo, la sensación de impotencia y la posibilidad de que hubiera sido un momento que no se volvería a repetir me impidieron volver a dormir. Después de verlo ya no podía conformarme otra vez con un cuadro que sólo espera a que le inventara cosas.

Nunca supe cómo evitar que dejara de moverse, y aún no lo sé. Al principio creí que con traerle pájaros para que se los comiera era suficiente, y funcionó por un tiempo; luego pensé que con darle mi ropa y abrirle la puerta para que saliera le probaría definitivamente mi lealtad. Me alegro de que haya perdonado esa ligereza. A veces pienso que me deja aquí y no vuelve para castigarme por haber querido comprarlo con actos tan avaros. Pero cómo creer eso de él, ahora que no ha dejado de moverse por tanto tiempo y se ve tan feliz. Además, no es tan malo estar acá frente al retrato de la mujer de amarillo. Quizá debería intentar una historia, así sea para pasar el tiempo, aunque el cuadro no se mueva y esté mal colgado. He estado pensando en ir hasta allí, saltar para darle un golpecito por debajo del marco y enderezarlo. El problema es que es muy difícil usar al mismo tiempo los brazos para caminar, impulsarse y luego tocar el cuadro con la fuerza exacta; se corre el riesgo de no calcular bien y torcerlo para el otro lado o, lo que es peor, hacerlo caer. Además tengo los brazos entumidos y me hormiguean las manos.

Ahora que estoy aquí, solo, no puedo evitar pensar que quizá algún día no pueda volver a ver a Ícaro moverse ni siquiera unos pocos minutos. Intento no darle vueltas al asunto y distraerme; no vale la pena recordar mis errores del principio, o lo egoísta que fui después al pretender que sólo con renunciar a algunas cosas podía merecerlo. No sé cómo pude suponer que rechazar el aire de la calle, el orden de la galería o la luz de la casa eran sacrificios que me hacían digno de él, como si esas cosas no hubieran perdido de antemano su significado, como si no hubiera ya renunciado a ellas cuando encontré la escultura. Sé que no es así como conseguiré que no vuelva a quedarse quieto, pero aún no encuentro cómo hacer algo que sea bastante para él, algo irreversible.

Lo mejor es esperar. Puede regresar en cualquier momento. Tan pronto entre por la puerta le señalaré el cuadro para que lo enderece. Intenté pedírselo cuando salió pero iba tan rápido que no le pude decir nada, además no me estaba prestando mucha atención. Debe estar muy emocionado como para fijarse en esas cosas. Ojalá regrese pronto. Desde que le di mis piernas tarda cada día se más en volver. A lo mejor lo convenzo de que encienda la luz o me cambie de sitio.

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