Cuando era niño era homofóbico. No sé por qué. Mis padres no lo eran, al
menos no explícitamente. Cerca de mi casa había varias peluquerías de
barrio, y había una en la que todos los peluqueros eran o travestis o
abiertamente homosexuales. La idea de un peluquero homosexual era un
lugar común en Colombia, en gran medida porque era uno de los trabajos
dignos que podían ejercer. Aunque muchos peluqueros no eran
homosexuales, al parecer las mujeres los preferían porque se creía que
los hombres cortaban mejor el pelo que las mujeres, pero al ser gays no
había riesgo de que las manosearan. Como, a diferencia de otros países,
en Colombia no es común segregar por sexos las peluquerías, estas eran
pequeños espacios de relativa tolerancia de género. Digo relativa porque
yo mismo era un ejemplo de intolerancia: no entraba en la peluquería de
los maricas porque me daba miedo y repulsión. Recuerdo que incluso le
hablé del tema al peluquero del lado, que no me parecía gay, pero que
ciertamente se incomodó con mi comentario. Tal vez fue en el colegio
donde me enseñaron a repudiar a los gays, aunque no creo que lo hicieran
directamente. Recuerdo, sí, una profesora que decía cosas como que las
tijeras eran una herramienta solo para mujeres y que los únicos hombres
que podían usarlas eran, justamente, los peluqueros.
La
siguiente vez que interactué con una persona abiertamente homosexual
debía tener unos doce años. Se trataba de un amigo de mi madre. Ya para
ese momento no era homofóbico, pero no recuerdo cuándo ni cómo cambié.
Creo que simplemente estaba mejor informado, tal vez precisamente por
mis padres. Ellos solían decirme que no creyera nada de los que los
profesores decían en el colegio, sobre todo cuando se trataba de la
moralidad.
Ayer hubo una marcha multitudinaria de cristianos en
Colombia. Su intención era impedir un plan del Ministerio de Educación
para luchar contra el matoneo y acabar con la discriminación por motivos
de género. Es decir, fue una marcha para defender la violencia de
género y la homofobia. Mi primera reacción, que permaneció durante todo
ese día, fue la estupefacción. Me pregunté cómo alguien podía defender
tan apasionadamente una actitud tan intolerante y agresiva. No era una
pregunta retórica. Quería imaginar una forma de empatía con ese enorme
grupo de personas que se habían organizado con tanta fuerza en torno al
deseo de agredir a otros, y comprender de dónde viene la desesperación
con la que defienden su derecho a la violencia.
Recordé en ese
momento la percepción que tenía de las peluquerías durante mi infancia.
¿Qué me generaba esa mezcla de miedo y rechazo? Sobre el miedo, creo
recordar que no venía de la posibilidad de que me hicieran daño (es
decir, no creía que fueran pederastas), sino del hecho de que en sus
gestos y vestimentas se transparentara más fuertemente la existencia del
erotismo. Es decir, la amenaza estaba en que el travesti o el
“amanerado” parecía estar poseído por un deseo sexual tan fuerte y
descontrolado que lo había afectado y llevado al extremo de… vestirse
inapropiadamente. Aunque no lo racionalizara así, creo que la amenaza
que representaba para mí una persona diversa residía en la intuición que
tenía de que los roles de genero, aún en sus manifestaciones
aparentemente más inocentes (formas de vestir, pequeños gestos, etc.)
implican un control y un enmascaramiento de la sexualidad. Aunque los
peluqueros mostrasen tener más deseos sexuales que los demás, su forma de habitar
el mundo, al ser inapropiada, revelaba la artificialidad de todas las
otras formas de vestir y hacía evidente cómo quienes se refugiaban en
lor roles de género tradicionales estaban también enmascarados.
En
todo caso, el sentimiento más fuerte que tenía hacia los peluqueros en
ese momento no era miedo sino repulsión. Era un rechazo
similar al que genera contemplar una animal deforme, aun cuando es
inofensivo (una paloma, por ejemplo). Era como si el hecho de que fueran
diferentes implicara la alteración de un orden universal, o como si
fueran la manifestación de una falla en el diseño del mundo y su existencia desafiara una forma de clasificación que se supone estaba
completa. Así, la maldad de los peluqueros no tenía nada que ver con
nada que ellos hicieran, sino con el hecho de que su sola presencia destruía mi concepción de la realidad.
Por supuesto, estoy
elaborando algo que en su momento fue solo una emoción infantil
irreflexiva. Lo cierto es que, incluso sin tener unos padres
homofóbicos, la cultura dominante ya se había alojado en mí con una
fuerza arrolladora. Las ideologías y los prejuicios no se manifiestan
generalmente en ideas, sino en emociones aparentemente espontaneas. Un
niño, supuestamente único e inocente, puede ser desde muy temprano
víctima y perpetrador de una manera injusta y destructiva de pensar y
actuar. Es un -inocente- reproductor de la opresión y la violencia.
No
recuerdo exactamente cuándo deje de ser homofóbico ni cómo transformé
mi concepción sobre los roles de género. Ciertamente no fue en mi
colegio, donde nunca aprendí nada parecido a la tolerancia o al respeto a
los otros. Por supuesto, esas palabras se nombraban casi a diario, como
parte de la constante, repetitiva y omnipresente obsesión por darnos
educación en valores: los directvos hablaban de ellos, el profesor de
ética daba clases sobre ellos, el profesor de religión hacía dinámicas
para inculcárnoslos, la directora de grupo nos reunía para discutir acerca de
ellos, y nos llevaban a “convivencias” para formarnos en ellos. Todos
los intentos fracasaban estrepitosamente.
Sin
embargo, había otra educación en valores mucho más efectiva, pero que
no se encunciaba abiertamente. En ella participaban los profesores y los
demás compañeros al unísono. Era justamente una educación sobre género.
En el caso de los hombres, había varias exigencias. Una de ellas era
pelear. No solo metafóricamente, sino físicamente. Y siempre debían
hacerlo para defender una frágil dignidad puesta en entredicho
constantemente por los demas compañeros. Debían, también, ser capaces de
insultar a los otros o de protegerse de los insultos de los otros.
Debían tolerar las ofensas sin expresar ninguna emoción pero, cuando la
agresión verbal escalaba demasiado, debían pelear a golpes. Eso era lo
que estaba en juego con lo que ahora llamaban matoneo y que en esa época
no tenía nombre porque era algo omnipresente; simplemente se llamaba
“el colegio”.
La lógica de la violencia como marca de lo
masculino se proyectaba luego a las demás actividades de la vida
escolar: al deporte, a la manera ocupar el espacio, a la relación con
los profesores, etc. Las mujeres también peleaban a veces. Pero al
parecer el grueso de su educación de valores de género tenía que ver con
su integración a un sistema de agresiones e intrigas que giraban en
torno a la belleza, a ser objetos sexuales y, al mismo tiempo, a
preservar una cierta pureza sexual (la rechazada podía serlo por fea y/o
por zorra). Por supuesto, en esta educación en valores no había espacio
para la diversidad. Tan pronto aparecía un signo de desviación de la
norma, era aplastado por la violencia social.
Yo nuca supe pelear.
Era débil y torpe, y esa debilidad se proyectaba a una incapacidad para
los deportes, para el baile y, finalmente, para la vida social.
Afortunadamente, era rápido de palabra y sabía insultar bien. También me
enfrentaba a los profesores para defender a los otros estudiantes. Eso
hizo que los más peleadores me tuvieran simpatía y lograra sobrevivir
sin casi haber sufrido de matoneo. Sobreviví al colegio, sí, pero no lo
disfruté. Fue fuera de las aulas donde exploré mi personalidad y mi
identidad. Allí solo quería que mi individualidad pasara desapercibida.
A
mí me fue bien. Recuerdo un compañero que recibió tantos ataques
que tuvo que salir del colegio, humillado y maltratado. Volvió de visita una vez; se había dedicado a hacer ejercicio
compulsivamente. Su rostro suave e infantil contrastaba con sus músculos
hipertrofiados. Igual, la gente no podía respetarlo ya; en su
momento no había pasado las pruebas de la violencia masculina. Otro
compañero, inteligente, pero feo, pobre y torpe, fue el blanco de burla
de todos hasta el final. Supe después que se había vuelto abogado,
graduado de una universidad prestigiosa, y se había convertido en un militante
fanático de la extrema derecha. Recuerdo una chica que nunca fue victima
de burlas, pues era simpática y guapa. Cuando nos encostramos casi diez
años después, era un muchacho transgénero. Me dijo que siempre supo qué
quería de sí mismo pero, como yo, simplemente había anulado su
personalidad para pasar desapercibido y sobrevivir.
A veces sueño
con que estoy en el colegio. Nunca están mis compañeros. Solo
estudiantes imaginarios sin cara. Tampoco pasa nada. Pero hay
una angustiosa sensación de haber hecho algo inadecuado y estar siendo
juzgado, no por los estudiantes o los profesores, sino simplemente juzgado en
abstracto. Creo, hoy, que esas experiencias estaban ligadas a esa
educación de género transmitida a través de ese control social constante
sobre el que nadie reflexionaba en las innumerables charlas sobre valores.
Mi
colegio al principio era por concesión, o
charter, pero algo pasó y
terminó perdiendo el apoyo estatal. Así que se volvió un ejemplo típico
de los verdaderos colegios privados del país. Tenía tantos problemas
administrativos, tanta corrupción en el manejo de los recursos, tanta
ineptitud en la enseñanza, que era difícil creer que de ahí se iba a
aprender algo de verdad. No era, pues, uno los míticos colegios de
los ricos o de las películas (esos entornos monolíticos y coherentemente
opresivos). Eso tuvo algo positivo: nadie creía realmente que la vida
escolar era
la vida.
Esta experiencia escolar es hoy en día la más
común: un par de profesores comprometidos y brillantes rodeados de gente
mediocre y sin habilidades académicas mínimas.
Estudiantes y profesores mediocres, comprometidos, vagos, especiales, rebeldes o
sumisos, luchan contra un sistema burocratizado y en ruinas. Los
profesores, muchos de ellos sin conocimientos ni recursos,
son además vilipendiados y humillados por todo el mundo. Les piden
hacer un trabajo imposible de realizar, como si fueran superhéroes, y a
la vez los tratan como algo menos que bufones.
Sin embargo, el
problema va más allá de las condiciones precarias de los profesores. Aún
si tuvieran mejores condiciones, la forma en que funcionan los colegios
ya no parece ser una forma efectiva para transmitir conocimiento o para
transmormar el carácter. Los niños, las niñas, y los maestros mismos ya
no parecen ver en el colegio la fuente principal de saberes ni modelos de
comportamiento. La industria de la cultura ha tomado esos espacios desde
hace mucho. Lo mismo ocurre con los padres. La comunicación con su
hijos es cada vez más difícil, pues parecen no entender los referentes
que siguen sus hijos para vivir, y no pueden hacer que los jovenes
reproduzcan su forma de de enfrentar el mundo. Sienten que la infancia y la
juventud se sale de las manos.
Por eso, con esta marcha contra
la diversidad sexual ocurre que, por primera vez en años, padres y
profesores se ven a sí mismos como aliados. Mas no porque se hayan puesto de acuerdo en el rol que cada uno
debería tener en la educación, ni en las condiciones en que esta debe ocurriro en cómo se debe enseñar; se ven como aliados en la voluntad de
controlar los cuerpos de los niños para que no se entreguen, aún más, a
formas sociales incomprensibles para ellos.
La defensa de “la
familia” en singular y “los valores” como conjunto unificado, sí
implican homofobia y anulación de la diferencia. El camino de la
diversidad puede ser mejor para la sociedad y, por supuesto, para las
actuales víctimas, pero para los "normales" se trata de un camino más
difícil.
Creo, entonces, que quienes luchan por la aceptación de
la diversidad deben entender que los homofóbicos sí tienen algo que
perder. La discriminación, la burla y la humillación son herramientas
efectivas para anular, aunque sea temporalmente, la personalidad
desviada de la norma. El costo de usar estas herramientas es altísimo en
términos de sufrimiento y perpetuación de la violencia. Pero es un
costo que muchos están dispuestos a pagar, sobre todo porque ofrece algo
que casi nada en el colegio puede ofrecer: efectividad en la anulación de la difernecia, armonía entre la
mayoría de padres, estudiantes, administrativos y profesores, y la
sensación de que el caos de la vida es encausado en un orden fácil de
entender. Es decir, se les ofrece a todos al ilusión de que la
complejidad de la de las relaciones sociales, de la ética y de los
sujetos ha sido resuelta y que solo hay que resistirse a las
aberraciones. Eso es lo que significa la tautología de “los hombres son
hombres, las mujeres son mujeres y los niños son niños, y a estos no hay
que confundirlos”. Es eso lo que está detrás de ese sistema de
enseñanza que me llevó a odiar a un peluquero travesti antes de querer
entender quién era.