Varios amigos han estado comentando la reciente idiotez de
las columnas del escritor Héctor Abad Faciolince. Sus opiniones sobre casi
todo, me dicen, han dejado de ser comentarios sensatos, para convertirse en elaboraciones
facilonas de prejuicios. Casi todos mencionan como ejemplo sus desatinos sobre
el teatro; a mí me parecen más interesantes sus desatinos sobre la identidad
latinoamericana.
En una de sus últimas columnas, dedicada a la Cumbre de las
Américas, se queja de la retórica antiimperialista. Su conclusión es que «si queremos independizarnos “del yugo
imperial yanqui”, entonces que sea solamente para volver —como quería [Álvaro]
Mutis— al tibio seno generoso de la vieja Europa. En crisis y todo, a Europa le
va mucho mejor que a nosotros». Según Abad, nos iría mejor como «departamentos
de ultramar» de los europeos porque su modelo de civilización, con todos sus
fracasos, es el mejor que se ha inventado en cinco mil años.
En otra columna, había escrito contra las políticas de acción
afirmativa orientadas a las minorías étnicas. Argumentaba allí que definir con
precisión quién debería beneficiarse de estas políticas (si es que alguien
debería hacerlo) era caer en el mismo tipo de pensamiento de la ultraderecha
racista. Para Abad, no vale la pena pensar en razas o etnias en Colombia porque
todos somos bastardos, y por lo tanto basta con la categoría homogénea de
«mestizo» para despachar todos los problemas asociados a la conflictiva diversidad
del país.
Foto de Daniela Abad |
Cada argumento aquí esbozado requeriría de muchas páginas. Por ahora, solo quiero comentar que la
reivindicación de ese mestizo sin problemas de identidad y el deseo de «volver»
al vientre de la civilización europea hacen parte de una misma forma de pensar.
De hecho, sus recientes columnas son sintomáticas de lo que creen muchos de nuestros
intelectuales bienpensantes. Las ideas de Abad, de un origen más viejo que las
retóricas antiimperialista y de identidad que él denuncia, se pueden
esquematizar del siguiente modo: hay que purificar este territorio
para que, algún día, se adapte del todo a un ideal modelo europeo de
pensamiento. Se podrán conservar los elementos locales, pero estos deberán organizarse dentro de ese
modelo esencialmente superior. El problema es que en Colombia no se ha avanzado
lo suficiente en esa dirección.
Lo que no parece entender Héctor Abad es que el proceso
mismo de implantar ese modelo es en gran medida el causante del sufrimiento que
lo rodea. Las dos últimas columnas de Abad versan sobre Brasilia y sobre la
traducción, respectivamente. En la primera, repite el ya sabido horror de la
ciudad planeada con perfecta racionalidad, pero que no se adapta a la
complejidad humana. Incluso en esta inocente columna, Abad ignora cómo eso que
lo horroriza es la consumación de su propio sueño de arreglar Latinoamérica sin
entenderla. En su última columna, elogia el oficio del traductor, pues logra
hacer puentes entre formas de pensar diferentes a las nuestras. Abad no ve que el
maravilloso ejercicio mental que posibilita la traducción se puede hacer en
ámbitos distintos; él podría, por ejemplo, intentar entender esas otras
realidades (o escuchar a quienes se han ocupado de buscar esos puentes, esas
traducciones), antes de negarles a los otros sus derechos o declarar que su destino
es adaptarse a un modelo supuestamente superior.
Por supuesto, la relación entre el eurocentrismo y la miseria,
la violencia y la corrupción no es directa, pero existe. La utopía de un mundo
a la europea sólo tiene sentido si se hacen varias operaciones mentales
perversas: primero, hay que engrandecer artificialmente a Europa (incluso con
sus horrores, como suele hacer Abad en varias columnas). Segundo, en virtud de
alcanzar ese modelo engrandecido, hay que negar la diversidad, es decir,
reducirla a una variante cultural que debe obedecer y adaptarse al modo de ser
de un grupo. Tercero, hay que desconocer la historia de brutalidad que ha
rodeado la diferencia en nuestras sociedades. La idea del mestizo como alegre
bastardo sin problemas de identidad, destinado al cosmopolitismo, se sustenta
en la imagen de un sistema social en el que no hay conflictos culturales, o
estos se ignoran.
Los colonos han sido un grupo social contradictorio: continuamente expulsados por la pobreza, por los poderes centrales y por los terratenientes, fueron lentamente ocupando lugares cada vez más alejados del país, sólo para ser expulsados de nuevo. Pero, al mismo tiempo que víctimas, han sido los artífices de la expansión civilizadora con toda su brutalidad: cacería de indígenas, violencia racial, desastre ambiental. Son los que han completado la gesta de los antiguos conquistadores europeos, aunque no disfruten de las mieles de las grandes extracciones de riquezas que estos gozaron, ni sean reconocidos sino como ciudadanos de segundo orden.
Hoy en día, sin embargo, hay otra acepción para la palabra «colono»: un citadino de clase media más o menos acomodada que, sin ser un gran dueño de tierra, decide lanzarse al mundo rural para convertirse en pequeño terrateniente. Este nuevo colono está lejos del gran poder, pero se encarga de «domar» los territorios alejados de los centros urbanos (es decir, arrasarlos para volverlos productivos). Creo que muchos de esos nuevos colonos tienen una ideología: una mezcla de emprendimiento e ignorancia, de afán civilizador y complejo de inferioridad, de alegre negación de la diferencia en nombre de un progreso difuso. Esa ideología se ha expandido más allá del ejercicio mismo de la nueva colonización y su violencia. Ahora aparece como discurso, en la pluma de un novelista menor, disfrazada de amabilidad y sentido común.