domingo, 27 de mayo de 2012

Celeste hija de la tierra (Enrique Lihn)

No es lo mismo estar solo que estar solo
en una habitación de la que acabas de salir
como el tiempo: pausada, fugaz, continuamente
en busca de mi ausencia, porque entonces
empiezo a comprender que soy un muerto
y es la palabra, espejo del silencio
y la noche, el fruto del día, su adorable secreto revelado por fin.

Tendría que empezar a ser de nuevo
para aceptar el mundo como si no fuese
solamente lo único que conservo de ti,
tendría que olvidarme
como se olvida lo más negro de un sueño,
soplar en mi conciencia hasta apagar mi imagen,
cerrar los ojos frente a los espejos,
deshacerme y hacerme, soñar siempre con otro,
morirme de mí mismo
para no recordarte a cada instante
como el ciego recuerda la luz y el condenado a muerte
la vida, toda ella, en un abrir y cerrar de ojos,
porque estás más adentro de mí que yo mismo
o existo porque existes
o yo no sé quién soy desde que sé quien eres.

No es lo mismo estar solo que estar sin ti, conmigo
con lo que permanece de mí si tú me dejas:
alguien, no, quizás algo: el aspecto de un hombre, su retrato
que el viento de otro mundo dispersa en el espacio
lleno de tu fantasma desgarrador y dulce.

Monstruo mío, amor mío,
dondequiera que estés, con quienquiera que yazgas
abre por un instante los ojos en mi nombre
e, iluminada por tu despertar,
dime, como si yo fuese la noche,
qué debo hacer para volver a odiarte,
para no amar el odio que te tengo.

Es inútil
buscar a tu enemigo en el infierno
suyo y de esta ciudad, allí donde la música agoniza
larga, ruidosamente en el silencio
y beber en su vaso para verte
con su mirada azul, roja de odio,
el vino que refleja su secreta agonía,
la que en su corazón en ruinas danza
a la luz de una luna tan desnuda como ella
con la misma afrentosa lascivia de la luna
que no se muestra al sol, pero acepta su fuego,
esa virgen tatuada
por los siete pecados capitales
no eres tú o eres otra;
alguien, quizá yo mismo, entonces toca
mi frente y me despierto como el fuego en la noche,
en toda mi pureza,
con tu nombre verídico en los labios.

Enrique Lihn




Imagen de Lorenzo Moya


lunes, 21 de mayo de 2012

Fantasmas


Paul Delvaux - Mujeres de vida galante
Hoy tuve uno de esos días en los que uno ha dormido bien, ha comido bien, ha tomado aire, ha despejado la mente. Y sin embargo, los pronósticos de buena suerte no se cumplen. No es que pase algo grave: no hay accidentes ni peleas, no aparece ese desastre que lo amarga a uno. Pero tampoco pasa eso excelente que prometía la mañana: no hay sorpresas ni encuentros interesantes, no hay hallazgos ni ideas.



No pasa nada. 


Esos días son peores que los malos; de estos tal vez se pueden sacar cosas dignas de ser recordadas. También son peores que los días que no empiezan bien; al menos no dejan esa sensación de promesa incumplida. En días así, uno piensa que tal vez los fantasmas sí existen. Sólo que, en lugar de asustarnos, se sientan a observar cómo nos parecemos cada vez más a ellos.

viernes, 11 de mayo de 2012

Fragmento de un texto de Téllez


El ensayista colombiano Hernando Téllez escribió esto hace 56 años. Se podría actualizar la termonología, pero la acusación se mantiene:

Ilustración de Juan Antonio Roda
«Los escritores burgueses somos capaces de enjuiciar y condenar a la sociedad burguesa. Nos repugna su rapacidad, su injusticia, su vulgaridad, su sentimentalismo y su cursilería. Pero si se nos propone asumir personalmente los riesgos correspondientes a otro tipo de sociedad, declaramos nuestro cinismo: preferimos aplazar indefinidamente esos riesgos, y continuar beneficiándonos de todas las ventajas del sistema que nos permite usufructuar la injusticia y aparecer de personeros de la justicia; desdeñar la  vulgaridad y servirnos de ella; abominar del sentimentalismo y colaborar en todas sus ceremonias; detestar la cursilería y garantizar su apogeo.

»Una cierta porción de clarividencia sobre nuestra incomodidad moral y nuestra duda, nos niega el derecho a cualquier exculpación. “D’abord innocents sans le savoir nous etions maintenant coupables sans le vouloir” [Primero inocentes sin saberlo ahora éramos culpables sin quererlo]. No. Somos deliberadamente, esplendorosamente culpables».

Hernando Téllez. Tomado de “La conciencia burguesa”
 Literatura y sociedad - 1956, ediciones Mito 

domingo, 6 de mayo de 2012

Escultura (cuento)


Victoria de Samotracia


Gabriel Rudas
Desde esta esquina de la galería se ve poco. A mi izquierda la fila de cuadros parece no tener fin, a mi derecha la puerta de entrada sigue cerrada. El único cuadro que alcanzo a ver es el retrato de la mujer de amarillo, y está torcido. Siempre fue tan importante para mí que las pinturas estuvieran en el lugar correcto, pero sobre todo que estuvieran alineadas, que pasaba horas colgando cada una de ellas. Creo que nunca me podré acostumbrar a ver un cuadro inclinado. Bastaría con un pequeño ajuste para corregir el problema, tan fácil como pararse enfrente y moverlo un poco. Pero ahora hasta llegar a la pared me agota demasiado.

A veces intento acordarme de las otras pinturas, pero aunque sé en dónde están y por qué las puse allí no puedo recordar cómo eran. Por eso prefiero observar el retrato de la mujer. Siempre me ha gustado mucho, de hecho era mi pieza favorita antes de que me encontrara la escultura de Ícaro. En esos días disfrutaba bastante imaginar qué clase de mujer era, cómo había llegado al cuadro, cómo eran sus amigos y por qué había escogido ese vestido amarillo de encajes. Le ponía un nombre, intentaba descifrar una personalidad que se adivinara en sus ojos entrecerrados, y hasta le contaba las historias que le había inventado en esos días. A veces era un mujer rica de los cincuenta que venía de lejos o se quería ir lejos; otras veces era una chica que llegaba de una fiesta de disfraces; otras una adolescente que, entre la curiosidad y el miedo, se probaba el vestido de su abuela recién muerta. Al cabo de un tiempo me aburría y la dejaba a un lado para fijarme en las nuevas piezas que había comprado, pero siempre al final regresaba a ella y le creaba un pasado nuevo. En el fondo creía que, si la historia que le contaba llegaba a coincidir con su verdadera vida, la mujer comenzaría a moverse y me diría algo. Eso nunca llegó a pasar, y cuando vino la escultura de Ícaro me olvidé por completo de ella y de las demás pinturas.

Hacía tiempo sabía que quería una escultura para hacerle compañía a los cuadros. Había considerado varias opciones, e incluso había sopesado qué tan grande debía ser y cómo debía estar ubicada en la galería de modo que no se rompiera el equilibrio. Ninguno de esos planes se ajustaba a la escultura de Ícaro, tan grande y asimétrica. Pero cuando la vi allí, sobresaliendo en los escombros de esa casa demolida, me inquietó de tal manera que tuve que detenerme y acercarme. En ese momento no pensé la casualidad de que justo cuando estaba buscando esculturas me encontrara una abandonada. Creo que ni siquiera consideré inmediatamente llevármela; sólo me preguntaba cómo habían podido olvidar entre la basura una figura tan particular, con ese rostro blando pero a la vez severo y ese mármol que, siendo tan viejo y lleno de grietas y golpes, lograba transmitir inexplicablemente una sensación de juventud.

Recuerdo que tenía cierta reticencia a recoger un objeto de la calle para llevarlo a mi casa, así que ese día regresé pretendiendo que el asunto no importaba demasiado; incluso me dije que después de todo no sería buena idea tener una escultura en una galería de cuadros. Sin embargo, cuando vi las pinturas de nuevo no pude apreciarlas del mismo modo. Era como si hubiera caído sobre ellas una telaraña y ya no me interesara que me dijeran nada. Al final sólo quería regresar y traer la escultura. Ahora me da la impresión de que la mujer de amarillo me mira como reprochándome ese abandono. No sé si debería pedirle perdón, aunque no sea sincero. De todos modos ya no creo que se vaya a mover jamás; luego de vigilarla por tantas horas estoy casi seguro de que su quietud es invulnerable a cualquier relato.

No fue así con Ícaro. Desde que lo puse en el anaquel frente al retrato de la mujer me di cuenta de que era diferente. Al principio me preguntaba qué había sido antes de llegar, pero con el tiempo se hizo evidente que esos pensamientos no tenían sentido. Aunque quisiera, no podía inventar un pasado para él. Parecía que no necesitaba de nadie para descubrir sus historias, como si ya las supiera desde hacía mucho. Sentía que algo en su forma o en su rostro no me permitía tener ninguna actitud consistente hacia la escultura, pero tampoco podía evitar volver a ella una y otra vez. No sabía cómo comportarme, hasta que al fin entendí que el problema era pedirle algo o buscar algo en ella, como hacía con las otras piezas. Comprendí que era la escultura la que me pedía algo que yo no podía descifrar todavía, pero que implicaba permanecer allí sin otra expectativa que la contemplación misma.

 Tal vez por eso no me sorprendí cuando comenzó a moverse. No era que no me importara, al fin y al cabo había buscado algo así por tanto tiempo y lo había intentado con tantos cuadros. Pero estar ahí frente a Ícaro en movimiento hizo que ese pasado de intentos y búsquedas pareciera una anécdota irrelevante. No sé cómo explicar lo que me sucedió allí cuando agitó las alas. Podría decir que era la precisión, la elegancia que se sobreponía al moho y al mármol desportillado, o esa dignidad que no se rebajaba a la ruin posibilidad de volar. Pero no se trataba de eso. Vagamente pensé que lo que estaba viendo hacía parecer que todas las cosas que estaban allí, y todo lo que había hecho, eran preludios a sus lentos aleteos.
Ícaro - Odilon Rendon

No sé si Ícaro se movía para mí o para sí mismo. Lo cierto es que, cuando se quedó quieto de nuevo, la sensación de impotencia y la posibilidad de que hubiera sido un momento que no se volvería a repetir me impidieron volver a dormir. Después de verlo ya no podía conformarme otra vez con un cuadro que sólo espera a que le inventara cosas.

Nunca supe cómo evitar que dejara de moverse, y aún no lo sé. Al principio creí que con traerle pájaros para que se los comiera era suficiente, y funcionó por un tiempo; luego pensé que con darle mi ropa y abrirle la puerta para que saliera le probaría definitivamente mi lealtad. Me alegro de que haya perdonado esa ligereza. A veces pienso que me deja aquí y no vuelve para castigarme por haber querido comprarlo con actos tan avaros. Pero cómo creer eso de él, ahora que no ha dejado de moverse por tanto tiempo y se ve tan feliz. Además, no es tan malo estar acá frente al retrato de la mujer de amarillo. Quizá debería intentar una historia, así sea para pasar el tiempo, aunque el cuadro no se mueva y esté mal colgado. He estado pensando en ir hasta allí, saltar para darle un golpecito por debajo del marco y enderezarlo. El problema es que es muy difícil usar al mismo tiempo los brazos para caminar, impulsarse y luego tocar el cuadro con la fuerza exacta; se corre el riesgo de no calcular bien y torcerlo para el otro lado o, lo que es peor, hacerlo caer. Además tengo los brazos entumidos y me hormiguean las manos.

Ahora que estoy aquí, solo, no puedo evitar pensar que quizá algún día no pueda volver a ver a Ícaro moverse ni siquiera unos pocos minutos. Intento no darle vueltas al asunto y distraerme; no vale la pena recordar mis errores del principio, o lo egoísta que fui después al pretender que sólo con renunciar a algunas cosas podía merecerlo. No sé cómo pude suponer que rechazar el aire de la calle, el orden de la galería o la luz de la casa eran sacrificios que me hacían digno de él, como si esas cosas no hubieran perdido de antemano su significado, como si no hubiera ya renunciado a ellas cuando encontré la escultura. Sé que no es así como conseguiré que no vuelva a quedarse quieto, pero aún no encuentro cómo hacer algo que sea bastante para él, algo irreversible.

Lo mejor es esperar. Puede regresar en cualquier momento. Tan pronto entre por la puerta le señalaré el cuadro para que lo enderece. Intenté pedírselo cuando salió pero iba tan rápido que no le pude decir nada, además no me estaba prestando mucha atención. Debe estar muy emocionado como para fijarse en esas cosas. Ojalá regrese pronto. Desde que le di mis piernas tarda cada día se más en volver. A lo mejor lo convenzo de que encienda la luz o me cambie de sitio.