Película Hotel Gondolín |
Ayer hubo una marcha multitudinaria de cristianos en Colombia. Su intención era impedir un plan del Ministerio de Educación para luchar contra el matoneo y acabar con la discriminación por motivos de género. Es decir, fue una marcha para defender la violencia de género y la homofobia. Mi primera reacción, que permaneció durante todo ese día, fue la estupefacción. Me pregunté cómo alguien podía defender tan apasionadamente una actitud tan intolerante y agresiva. No era una pregunta retórica. Quería imaginar una forma de empatía con ese enorme grupo de personas que se habían organizado con tanta fuerza en torno al deseo de agredir a otros, y comprender de dónde viene la desesperación con la que defienden su derecho a la violencia.
Recordé en ese momento la percepción que tenía de las peluquerías durante mi infancia. ¿Qué me generaba esa mezcla de miedo y rechazo? Sobre el miedo, creo recordar que no venía de la posibilidad de que me hicieran daño (es decir, no creía que fueran pederastas), sino del hecho de que en sus gestos y vestimentas se transparentara más fuertemente la existencia del erotismo. Es decir, la amenaza estaba en que el travesti o el “amanerado” parecía estar poseído por un deseo sexual tan fuerte y descontrolado que lo había afectado y llevado al extremo de… vestirse inapropiadamente. Aunque no lo racionalizara así, creo que la amenaza que representaba para mí una persona diversa residía en la intuición que tenía de que los roles de genero, aún en sus manifestaciones aparentemente más inocentes (formas de vestir, pequeños gestos, etc.) implican un control y un enmascaramiento de la sexualidad. Aunque los peluqueros mostrasen tener más deseos sexuales que los demás, su forma de habitar el mundo, al ser inapropiada, revelaba la artificialidad de todas las otras formas de vestir y hacía evidente cómo quienes se refugiaban en lor roles de género tradicionales estaban también enmascarados.
En todo caso, el sentimiento más fuerte que tenía hacia los peluqueros en ese momento no era miedo sino repulsión. Era un rechazo similar al que genera contemplar una animal deforme, aun cuando es inofensivo (una paloma, por ejemplo). Era como si el hecho de que fueran diferentes implicara la alteración de un orden universal, o como si fueran la manifestación de una falla en el diseño del mundo y su existencia desafiara una forma de clasificación que se supone estaba completa. Así, la maldad de los peluqueros no tenía nada que ver con nada que ellos hicieran, sino con el hecho de que su sola presencia destruía mi concepción de la realidad.
Por supuesto, estoy elaborando algo que en su momento fue solo una emoción infantil irreflexiva. Lo cierto es que, incluso sin tener unos padres homofóbicos, la cultura dominante ya se había alojado en mí con una fuerza arrolladora. Las ideologías y los prejuicios no se manifiestan generalmente en ideas, sino en emociones aparentemente espontaneas. Un niño, supuestamente único e inocente, puede ser desde muy temprano víctima y perpetrador de una manera injusta y destructiva de pensar y actuar. Es un -inocente- reproductor de la opresión y la violencia.
No recuerdo exactamente cuándo deje de ser homofóbico ni cómo transformé mi concepción sobre los roles de género. Ciertamente no fue en mi colegio, donde nunca aprendí nada parecido a la tolerancia o al respeto a los otros. Por supuesto, esas palabras se nombraban casi a diario, como parte de la constante, repetitiva y omnipresente obsesión por darnos educación en valores: los directvos hablaban de ellos, el profesor de ética daba clases sobre ellos, el profesor de religión hacía dinámicas para inculcárnoslos, la directora de grupo nos reunía para discutir acerca de ellos, y nos llevaban a “convivencias” para formarnos en ellos. Todos los intentos fracasaban estrepitosamente.
Tomado de http://etc.usf.edu/ |
La lógica de la violencia como marca de lo masculino se proyectaba luego a las demás actividades de la vida escolar: al deporte, a la manera ocupar el espacio, a la relación con los profesores, etc. Las mujeres también peleaban a veces. Pero al parecer el grueso de su educación de valores de género tenía que ver con su integración a un sistema de agresiones e intrigas que giraban en torno a la belleza, a ser objetos sexuales y, al mismo tiempo, a preservar una cierta pureza sexual (la rechazada podía serlo por fea y/o por zorra). Por supuesto, en esta educación en valores no había espacio para la diversidad. Tan pronto aparecía un signo de desviación de la norma, era aplastado por la violencia social.
Yo nuca supe pelear. Era débil y torpe, y esa debilidad se proyectaba a una incapacidad para los deportes, para el baile y, finalmente, para la vida social. Afortunadamente, era rápido de palabra y sabía insultar bien. También me enfrentaba a los profesores para defender a los otros estudiantes. Eso hizo que los más peleadores me tuvieran simpatía y lograra sobrevivir sin casi haber sufrido de matoneo. Sobreviví al colegio, sí, pero no lo disfruté. Fue fuera de las aulas donde exploré mi personalidad y mi identidad. Allí solo quería que mi individualidad pasara desapercibida.
A mí me fue bien. Recuerdo un compañero que recibió tantos ataques que tuvo que salir del colegio, humillado y maltratado. Volvió de visita una vez; se había dedicado a hacer ejercicio compulsivamente. Su rostro suave e infantil contrastaba con sus músculos hipertrofiados. Igual, la gente no podía respetarlo ya; en su momento no había pasado las pruebas de la violencia masculina. Otro compañero, inteligente, pero feo, pobre y torpe, fue el blanco de burla de todos hasta el final. Supe después que se había vuelto abogado, graduado de una universidad prestigiosa, y se había convertido en un militante fanático de la extrema derecha. Recuerdo una chica que nunca fue victima de burlas, pues era simpática y guapa. Cuando nos encostramos casi diez años después, era un muchacho transgénero. Me dijo que siempre supo qué quería de sí mismo pero, como yo, simplemente había anulado su personalidad para pasar desapercibido y sobrevivir.
A veces sueño con que estoy en el colegio. Nunca están mis compañeros. Solo estudiantes imaginarios sin cara. Tampoco pasa nada. Pero hay una angustiosa sensación de haber hecho algo inadecuado y estar siendo juzgado, no por los estudiantes o los profesores, sino simplemente juzgado en abstracto. Creo, hoy, que esas experiencias estaban ligadas a esa educación de género transmitida a través de ese control social constante sobre el que nadie reflexionaba en las innumerables charlas sobre valores.
Mi colegio al principio era por concesión, o charter, pero algo pasó y terminó perdiendo el apoyo estatal. Así que se volvió un ejemplo típico de los verdaderos colegios privados del país. Tenía tantos problemas administrativos, tanta corrupción en el manejo de los recursos, tanta ineptitud en la enseñanza, que era difícil creer que de ahí se iba a aprender algo de verdad. No era, pues, uno los míticos colegios de los ricos o de las películas (esos entornos monolíticos y coherentemente opresivos). Eso tuvo algo positivo: nadie creía realmente que la vida escolar era la vida.
Esta experiencia escolar es hoy en día la más común: un par de profesores comprometidos y brillantes rodeados de gente mediocre y sin habilidades académicas mínimas. Estudiantes y profesores mediocres, comprometidos, vagos, especiales, rebeldes o sumisos, luchan contra un sistema burocratizado y en ruinas. Los profesores, muchos de ellos sin conocimientos ni recursos, son además vilipendiados y humillados por todo el mundo. Les piden hacer un trabajo imposible de realizar, como si fueran superhéroes, y a la vez los tratan como algo menos que bufones.
Sin embargo, el problema va más allá de las condiciones precarias de los profesores. Aún si tuvieran mejores condiciones, la forma en que funcionan los colegios ya no parece ser una forma efectiva para transmitir conocimiento o para transmormar el carácter. Los niños, las niñas, y los maestros mismos ya no parecen ver en el colegio la fuente principal de saberes ni modelos de comportamiento. La industria de la cultura ha tomado esos espacios desde hace mucho. Lo mismo ocurre con los padres. La comunicación con su hijos es cada vez más difícil, pues parecen no entender los referentes que siguen sus hijos para vivir, y no pueden hacer que los jovenes reproduzcan su forma de de enfrentar el mundo. Sienten que la infancia y la juventud se sale de las manos.
Por eso, con esta marcha contra la diversidad sexual ocurre que, por primera vez en años, padres y profesores se ven a sí mismos como aliados. Mas no porque se hayan puesto de acuerdo en el rol que cada uno debería tener en la educación, ni en las condiciones en que esta debe ocurriro en cómo se debe enseñar; se ven como aliados en la voluntad de controlar los cuerpos de los niños para que no se entreguen, aún más, a formas sociales incomprensibles para ellos.
Tomada de: Ciudadania-express.com |
Creo, entonces, que quienes luchan por la aceptación de la diversidad deben entender que los homofóbicos sí tienen algo que perder. La discriminación, la burla y la humillación son herramientas efectivas para anular, aunque sea temporalmente, la personalidad desviada de la norma. El costo de usar estas herramientas es altísimo en términos de sufrimiento y perpetuación de la violencia. Pero es un costo que muchos están dispuestos a pagar, sobre todo porque ofrece algo que casi nada en el colegio puede ofrecer: efectividad en la anulación de la difernecia, armonía entre la mayoría de padres, estudiantes, administrativos y profesores, y la sensación de que el caos de la vida es encausado en un orden fácil de entender. Es decir, se les ofrece a todos al ilusión de que la complejidad de la de las relaciones sociales, de la ética y de los sujetos ha sido resuelta y que solo hay que resistirse a las aberraciones. Eso es lo que significa la tautología de “los hombres son hombres, las mujeres son mujeres y los niños son niños, y a estos no hay que confundirlos”. Es eso lo que está detrás de ese sistema de enseñanza que me llevó a odiar a un peluquero travesti antes de querer entender quién era.