“Vivir en una burbuja” puede ser un estado de separación de los demás, no sólo los de otro grupo social, sino todos los demás. Se trata entonces de garantizar la tranquilidad a cambio de vivir rodeado de un aislamiento protector que permea todas las experiencias de vida. Así, es estar mentido entre un espacio donde es imposible ser lastimado de veras, pues siempre está esa pequeña membrana protectora; nada se toca realmente, pero nada hiere realmente. Es vivir sin poder respirar bien, siempre con aire puro pero con tan poco aire que a larga uno se ahoga lentamente; pero la falta de aire también genera un adormecimiento confortable, casi hermoso. Es ver el mundo con un lente que atenúa toda la luz; no se puede ver bien, pero nunca duelen los ojos.
Luego las cosas comienzan a cansarlo a uno. Entonces uno quiere tocar las cosas de verdad, ver bien los colores, pero sobre todo respirar. Uno sueña con salir de la burbuja. Ser libre al fin, se dice uno.
Entonces, cuando menos se piensa la burbuja se fisura un poco, se revienta y todo entra de repente: el aire pútrido, la luz que quema la piel y los ojos, las superficies ásperas y llenas de filos. El mundo se revela con su verdad: la violencia, la miseria, la crueldad. Y lo castiga a uno sin concesiones. Lo castiga por pensar que las cosas dependían de la voluntad de uno y creer que la burbuja estaría ahí para siempre. Lo castiga a uno porque, sin que uno lo admitiera, la burbuja era robada y nada le daba derecho a vivir en ella. Lo castiga por todos los que sufrieron para mantenerla.
Eso, al menos, cree uno. Pero en realidad el mundo lo castiga a uno porque sí, porque de eso se trata, porque ahora sí puede.
Cuando se va de un lado a otro —en un bus, por ejemplo— uno entra en un estado extraño. Por un lado, uno sabe que va a un lugar particular. Por supuesto, puede haber un accidente o en un imprevisto cualquiera (y en Bogotá eso es común), pero en general uno asume que va a llegar a un punto fijo. Por otro lado, uno siempre deja un lugar. En eso no hay ambigüedades: ir a un sitio es siempre es irse de un sitio.
La cuestión es que esos dos lugares fijos también suelen ser lugares de actividad: uno se va de un sitio en el que hace algo, para ir a otro sitio en el que hace algo. Ese hacer es siempre la responsabilidad, la postergación de la responsabilidad, el placer, la postergación del placer, el encuentro con los otros, el desencuentro con los otros, el cansarse, el descansar. Los lugares son la condición de la acción, de nuestro movimiento. Pero cuando uno tiene que ir a otro lugar no puede hacer ninguna de esas cosas. Por eso no tiene más remedio que postergarlas y estar en ese intervalo de tiempo muerto, en ese paréntesis.
Por supuesto, hay opciones: se puede charlar si uno va acompañado, se puede escuchar música, se puede leer un poco, se puede hablar por teléfono. Hay tantas alternativas que es fácil sentirse a salvo de ese punto muerto en nuestras vidas. Basta con reducirlo a un momento de incomodidad o a una pequeña reorganización forzosa de nuestras agendas.
Pero también hay otra posibilidad: no hacer nada. Al principio es estúpidamente aburrido. Pero luego se da uno cuenta de que hay cierta liberación. El futuro se siente seguro (uno va a hacer algo muy pronto); no hay posibilidad de que lo que le pasaba a uno antes se extienda más de lo necesario (uno ya se ha ido del lugar donde pasaba); uno no puede hacer nada, y entonces no debe hacer nada. Así, ese paréntesis es el momento de mayor estabilidad y de menor exigencia; es un descanso de lo que uno es. Es el placer de, por fin, estar quieto.
Dice Pasolini: "desde hace ya mucho tiempo iba yo repitiendo que siento mucha nostalgia por la pobreza, la mía y la de los otros, y que nos habíamos equivocado al creer que era un mal ... Cuando el dolor de verme rodeado de por gente que ya no reconocía - por una juventud vuelta infeliz, neurótica, afásica obtusa y presuntuosa por mil liras de más que el bienestar les había puesto en los bolsillos - entonces llegó la austeridad, la pobreza obligatoria". Pasolini, comunista extremista y delirante, se explica más adelante: pone en duda su propia afirmación de una pobreza deseable. Pero mientras la pobreza impuesta por los poderosos es siempre rechazada, la nostalgia por esa otra austeridad, entendida como camino voluntario, es un sentimiento que sigue presente, y con mucha fuerza; las mil libras de más no son una ganancia, sino una pérdida.
¿Hay que regresar a la pobreza, a la vida austera de hippies convencidos y anacoretas cristianos? ¿Hay que regresar (o ir, para el caso de alguien como yo, que nunca ha sido pobre) a ese estado real o imaginario de sencilla autenticidad que no está signado por el capitalismo? Hoy en día esto parece ingenuo, mamerto, resentido. Para todos está claro que la renuncia a lo material es falsa e hipócrita, y que la pobreza autoimpuesta no ayuda a nadie. Está claro también que hay que despreciar (y odiar, como se odia al violento, al pedante y al imbécil) a todo aquel que no se entregua en parte a la red de deseos del sistema: hay que estar un poco a la moda (no demasiado, pero sí un poco), hay que viajar mucho, y salir mucho, y ser interesante (es decir ser igualmente versado en Derrida, Franz Fanon, en series de televisión y en estilos de ropa). Pero sobre todo, está claro que por nada del mundo se ha de caer en la ruina personal de los intelectuales de los 60, que no se bañaban.
Y sin embargo, las palabras de Pasolini tienen todavía poder de atracción, aún en este mundo sin fe en comunismos. Tienen la fuerza de recordarnos que todas esas cosas cool, que todo ese estilo en el que hemos de estar inmersos, es también una manipulación del deseo externa a nosotros. La comodidad del dinero sigue siendo un desvío y una trampa, no sólo porque domestica, sino porque nubla la mente y obstruye el camino a lo esencial.
¿Podría uno renunciar a la comodidad, sin después arrepentirse o sin reemplazarla por el fanatismo del asceta o del sacrificado? No lo sé, pero lo veo improbable; tampoco encuentro muchos ejemplos de entregas a la austeridad que desemboquen en el hallazgo de la clave de una vida auténtica.
Pero a pesar de eso, ese no creer en la versión reconciliada, en la versión chic de la vida, sigue teniendo un aura de valentía, sigue siendo un signo de pregunta que no ha recibido una respuesta satisfactoria.
Intento de escuchar Bach sin saber de música (con perdón a los amigos que sí saben).
Navegando en internet, encontré tres versiones de una misma pieza de J.S. Bach (de un fragmento de una pieza, de hecho). Cada versión es tan diferente que parecen tres piezas distintas.
La primera es del clavecinista holandés Gustav Leonhardt:
Está vestido con traje de época porque la presentación es parte de una película. Pero no hay que dejarse llevar por los disfraces: Leonhardt fue uno de los más grandes clavecinistas, y una de los que mejor defendió la idea de interpretar las obras con los instrumentos de la época. De hecho, Leonhardt, que era también musicólogo, estudió muchísimo a Bach para comprender cómo debía tocarse en su época los instrumentos, es decir, cómo reconstruir las interpretaciones posibles de un periodo dado. Eso es lo que uno siente en esta interpretación. Alguien en el siglo XX buscando con la mente una manera de traer del pasado un momento musical, pero no con un golpe de efecto, sino navegando en la mente de una época. Al final puede que solo lo imagine todo, pero su manera de imaginar es la investigación, la historia. Es en esa objetividad donde Leonhardt hace que de el clavecín salga tanta expresividad (un poco también para retar a los defensores del subjetivismo a rajatabla)
La segunda es Sviatoslav Richter:
Richeter decía que el pianista debía desaparecer en la interpretación, para que así emergiera la música del compositor. Llegó a pedir disculpas y poner notas aclaratorias en sus discos al descubir que había grabado una pieza con una nota incorrecta. No sé cómo es posible que él pensara ser fiel a Bach tocándolo en piano... lo cierto es que tiene razón: puede que el pedal y el sonido del piano no existieran en los tiempos de Bach, pero uno puede sentir cómo la músca de la partitura realmente emerge a través Richter. Uno siente que puede entender la totalidad de la pieza; pero también puede seguir el contrapunto, los detalles, los giros, el diálogo entre las dos melodías y la manera como se ensamblan. Pero, esta sutileza, esa claridad,esa paz alegre de esta interpretación ¿es de Bach o de Richter?
La tercera es Glenn Gould:
Con Gould uno no sabe qué pensar. El contrapunto se pierde, o se reconstruye de un modo incomprensible para uno. La obra se fragmenta, se violenta. No hay pedal, pero uno escucha la voz de Gould todo el tiempo. Y sin embargo, uno siente, no que Gould ignore a Bach, sino que lo comprende demasiado, que lo entiende de una manera diferente, no porque niegue las otras formas de tocarlo, sino porque las presupone como parte de su diálogo con la obra... como si lo reconstruyera a su manera en un intento por hacer muy evidente la propuesta de Bach, luego la suya, y luego hacer que ambas sean incompatibles. Es un juego difícil y uno no puede decir que lo logre, pero tampoco puede decir que fracase. La forma de tocar de Gould no es sentimental, pero no es racional en el sentido tradicional del término. Es cerebral, pero deliberadamente cerca del límite del lenguaje del que dispone un pianista.
Escrito así, uno puede pensar que la de Gould es la mejor. De hecho, sí que siento que con Gould uno está ante un artista. Pero se podría contar la historia al revés: Gould como un pretencioso vanguardista, o como un adolescente que hace un "gesto de artista"; Richter como alguien en una madura búsqueda de los detalles desapercibidos, de lo sutil y a la vez de una comprensión de la totalidad; y por último Leonhardt, como aquel que está por encima de la interpretación misma y de la sensiblería o de los gestos polémicos, alguien que busca entender a Bach realmente, no para mostrarle a otros sino para comprender, comprenderse y transformarse, para hacer su propio momento presente con la historia.
Los tres son en eso muy modernos, pero modernos de modo difernete. Tal vez por eso su resupuesta al acertijo de cómo tocar a Bach hace que la pieza se escuche si fueran tres formas de arte tan distintas y tan --casi-- incompatibles.
Cuando alguien acaba en la cárcel, la sociedad, sus valores y significados, le han fallado. No importa lo que se piense desde la justicia o desde la sociedad, desde el punto de vista del preso se ha llegado al punto en que las promesas de los discursos oficiales no funcionan más.
Hace unos días recibí una placa de agradecimiento por ser jurado de un concurso para cuentos en las cárceles. Recordé los cuentos: la mayoría de ellos eran producto de un taller sobre el bicentenario: casi todos eran repeticiones de los lugares comunes sobre la independencia, o variaciones de un tema al parecer motivado por un tallerista (un viaje en el tiempo al momento del incidente del florero de Llorente); es decir, no decían nada. Otros intentaban contar cómo habían caído en el mundo del crimen y cómo ahora querían salvarse; la conversión a Cristo era la norma. En ambos casos no se podía escuchar sino las palabras de alguien más. Eran cuentos escritos con el fin de complacer a quien los dirigía, en la escritura o en sus vidas. Así, no erran ellos quienes hablaban: por ellos hablaba el tallerista o el pastor. Y por el tallerista y el pastor hablan la televisión, o la escuela. Al final, a nadie le importa que no se diga nada, mientras se escribe lo que se supone que que lo que otros querrían escuchar. Sus palabras eran réplicas de composiciones de niño juicioso, textos que ocultan la experiencia y falsean el mundo.
En eso también son iguales a las palabras de quienes no están en prisión, o creen no estarlo.