Cuando se va de un lado a otro —en un bus, por ejemplo— uno entra en un estado extraño. Por un lado, uno sabe que va a un lugar particular. Por supuesto, puede haber un accidente o en un imprevisto cualquiera (y en Bogotá eso es común), pero en general uno asume que va a llegar a un punto fijo. Por otro lado, uno siempre deja un lugar. En eso no hay ambigüedades: ir a un sitio es siempre es irse de un sitio.
La cuestión es que esos dos lugares fijos también suelen ser lugares de actividad: uno se va de un sitio en el que hace algo, para ir a otro sitio en el que hace algo. Ese hacer es siempre la responsabilidad, la postergación de la responsabilidad, el placer, la postergación del placer, el encuentro con los otros, el desencuentro con los otros, el cansarse, el descansar. Los lugares son la condición de la acción, de nuestro movimiento. Pero cuando uno tiene que ir a otro lugar no puede hacer ninguna de esas cosas. Por eso no tiene más remedio que postergarlas y estar en ese intervalo de tiempo muerto, en ese paréntesis.
Por supuesto, hay opciones: se puede charlar si uno va acompañado, se puede escuchar música, se puede leer un poco, se puede hablar por teléfono. Hay tantas alternativas que es fácil sentirse a salvo de ese punto muerto en nuestras vidas. Basta con reducirlo a un momento de incomodidad o a una pequeña reorganización forzosa de nuestras agendas.
Pero también hay otra posibilidad: no hacer nada. Al principio es estúpidamente aburrido. Pero luego se da uno cuenta de que hay cierta liberación. El futuro se siente seguro (uno va a hacer algo muy pronto); no hay posibilidad de que lo que le pasaba a uno antes se extienda más de lo necesario (uno ya se ha ido del lugar donde pasaba); uno no puede hacer nada, y entonces no debe hacer nada. Así, ese paréntesis es el momento de mayor estabilidad y de menor exigencia; es un descanso de lo que uno es. Es el placer de, por fin, estar quieto.
martes, 31 de mayo de 2011
viernes, 13 de mayo de 2011
Austeridad
Dice Pasolini: "desde hace ya mucho tiempo iba yo repitiendo que siento mucha nostalgia por la pobreza, la mía y la de los otros, y que nos habíamos equivocado al creer que era un mal ... Cuando el dolor de verme rodeado de por gente que ya no reconocía - por una juventud vuelta infeliz, neurótica, afásica obtusa y presuntuosa por mil liras de más que el bienestar les había puesto en los bolsillos - entonces llegó la austeridad, la pobreza obligatoria". Pasolini, comunista extremista y delirante, se explica más adelante: pone en duda su propia afirmación de una pobreza deseable. Pero mientras la pobreza impuesta por los poderosos es siempre rechazada, la nostalgia por esa otra austeridad, entendida como camino voluntario, es un sentimiento que sigue presente, y con mucha fuerza; las mil libras de más no son una ganancia, sino una pérdida.
¿Hay que regresar a la pobreza, a la vida austera de hippies convencidos y anacoretas cristianos? ¿Hay que regresar (o ir, para el caso de alguien como yo, que nunca ha sido pobre) a ese estado real o imaginario de sencilla autenticidad que no está signado por el capitalismo? Hoy en día esto parece ingenuo, mamerto, resentido. Para todos está claro que la renuncia a lo material es falsa e hipócrita, y que la pobreza autoimpuesta no ayuda a nadie. Está claro también que hay que despreciar (y odiar, como se odia al violento, al pedante y al imbécil) a todo aquel que no se entregua en parte a la red de deseos del sistema: hay que estar un poco a la moda (no demasiado, pero sí un poco), hay que viajar mucho, y salir mucho, y ser interesante (es decir ser igualmente versado en Derrida, Franz Fanon, en series de televisión y en estilos de ropa). Pero sobre todo, está claro que por nada del mundo se ha de caer en la ruina personal de los intelectuales de los 60, que no se bañaban.
Y sin embargo, las palabras de Pasolini tienen todavía poder de atracción, aún en este mundo sin fe en comunismos. Tienen la fuerza de recordarnos que todas esas cosas cool, que todo ese estilo en el que hemos de estar inmersos, es también una manipulación del deseo externa a nosotros. La comodidad del dinero sigue siendo un desvío y una trampa, no sólo porque domestica, sino porque nubla la mente y obstruye el camino a lo esencial.
¿Podría uno renunciar a la comodidad, sin después arrepentirse o sin reemplazarla por el fanatismo del asceta o del sacrificado? No lo sé, pero lo veo improbable; tampoco encuentro muchos ejemplos de entregas a la austeridad que desemboquen en el hallazgo de la clave de una vida auténtica.
Pero a pesar de eso, ese no creer en la versión reconciliada, en la versión chic de la vida, sigue teniendo un aura de valentía, sigue siendo un signo de pregunta que no ha recibido una respuesta satisfactoria.
¿Hay que regresar a la pobreza, a la vida austera de hippies convencidos y anacoretas cristianos? ¿Hay que regresar (o ir, para el caso de alguien como yo, que nunca ha sido pobre) a ese estado real o imaginario de sencilla autenticidad que no está signado por el capitalismo? Hoy en día esto parece ingenuo, mamerto, resentido. Para todos está claro que la renuncia a lo material es falsa e hipócrita, y que la pobreza autoimpuesta no ayuda a nadie. Está claro también que hay que despreciar (y odiar, como se odia al violento, al pedante y al imbécil) a todo aquel que no se entregua en parte a la red de deseos del sistema: hay que estar un poco a la moda (no demasiado, pero sí un poco), hay que viajar mucho, y salir mucho, y ser interesante (es decir ser igualmente versado en Derrida, Franz Fanon, en series de televisión y en estilos de ropa). Pero sobre todo, está claro que por nada del mundo se ha de caer en la ruina personal de los intelectuales de los 60, que no se bañaban.
Y sin embargo, las palabras de Pasolini tienen todavía poder de atracción, aún en este mundo sin fe en comunismos. Tienen la fuerza de recordarnos que todas esas cosas cool, que todo ese estilo en el que hemos de estar inmersos, es también una manipulación del deseo externa a nosotros. La comodidad del dinero sigue siendo un desvío y una trampa, no sólo porque domestica, sino porque nubla la mente y obstruye el camino a lo esencial.
¿Podría uno renunciar a la comodidad, sin después arrepentirse o sin reemplazarla por el fanatismo del asceta o del sacrificado? No lo sé, pero lo veo improbable; tampoco encuentro muchos ejemplos de entregas a la austeridad que desemboquen en el hallazgo de la clave de una vida auténtica.
Pero a pesar de eso, ese no creer en la versión reconciliada, en la versión chic de la vida, sigue teniendo un aura de valentía, sigue siendo un signo de pregunta que no ha recibido una respuesta satisfactoria.
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