"La realidad está allá". Ésa había sido la respuesta provisional a la pregunta sobre a mi relación con Bogotá y mi estancia en Estados Unidos. No se trataba de que extrañara la ciudad como se extraña a un amigo, ni de que hubiera empezado a sentir esa nostalgia o esa idealización de la que tanto me habían hablado. En todo este tiempo nunca he sentido que necesite los cerros bogotanos o las empanadas. En cambio, había aparecido una constante atracción por estar al tanto en todo momento de lo que pasaba en el país y en la ciudad. No era algo que viniera acompañado de una emoción intensa, sino que se quedaba siempre en el universo de lo intelectual, pero que ocupaba ese universo cada vez más.
Antes había pensado que la obseción intelectual por la ciudad y el país era un mecanismo defensivo, una manera de no estar acá, o una expresión de la tal nostalgia reprimida. Algo hay de eso, pero siempre había sentido que esa sensación era insuficiente. Sin embargo, en las últimas semanas había encontrado una imagen que me satisfacía más: la vida en las dos calles que rodean el campus de la Universidad de Cincinnati, aún a pesar de que ha pasado más de año y medio desde que estoy acá, se me hacían irreales. En cambio, Bogotá (en la imagen distorsionada que tengo de ella) era "la realidad". La metáfora es coherente con la sensación que había tenido: sin ni deseos desesperados de estar allá, ni una suerte de saudade, ni el nacionalismo o la crisis de identidad; decir que Bogotá es más real que mi realidad es la manera en que la mente ha estado intentando aferrarse al sistema donde se ha construido, es el lenguaje en el que me he hecho buscando el cordón umbilical con el cual cree estar atado al mundo. Lo demás (la comida, las costumbres, el color de las casa, la sociedad diferente) está subordinado a eso.
"No se trata de estar en Estado Unidos, se trata de no estar aquí", había dicho cuando tomé la decisión de irme. Siempre me he mantenido fiel a esa frase, pero su significado ha ido cambiando hasta volverse su contrario. No se trata de caer en el lugar común del que encuentra la identidad cuando se va, sino más bien del que verifica que, como en las adivinanzas, lo que se elude sistemáticamente es precisamente la respuesta al acertijo. Así es como adquiere sentido el hecho de que las dos calles llenas de universitarios estadunidenses amables, tranquilos, frívolos e inconscientes de sus privilegios se hubieran sido todo este tiempo para mí lo contrario de la vida que llevaba en Bogotá. Una apreciación fabricada, como si solo por visitar el centro todas la semanas no hubiera sido siempre un universitario amable, tranquilo, frívolo e inconsciente de mis privilegios. De esta manera había entendidodo que las dinámicas y la podredumbre nacional que imaginaba mientras leía compulsivamente los periódicos adquierieran en mí más realidad que el pequeño mundo de país rico que me rodea. La idea de que la realidad está allá había traspasado toda mi interpretación de estar acá.
Hoy pensaba en todo esto cuando, desde un café, miraba a unas chicas que tomaban el sol, que me sonreían, me saludaban desd un balcón y que luego desaparecían. Mientras tanto me aferraba a un café con hielo y a la voluntad de no hacer nada. En el café había una chica que me había llamado la atención; tenía pelo corto y un suéter verde, y trabajaba en un portátil. Estuvo varias horas y luego se fue, pero después la volví a ver por la ventana del café; iba acompañada de unos amigos. Todo el tiempo había estado muy seria, lo cual me extrañó porque la gente acá suele sonreír cada vez que se encuentra con alguien. Al cabo de un rato me olvidé de ella. Cuando volvía a casa por la noche pasé junto una instalación artística que alguien había hecho a un lado de la calle: unas ramas secas puestas en el piso proyectaban, gracias a un foco, su sombra sobre una pantalla blanca. Me quedé mirando un rato, y me di cuenta de que la chica del suéter verde estaba a mi lado. Se quedó mirando unos segundos y de pronto se comenzó a llorar. Era como si estuviera viendo la tumba de un amigo. Siguió llorando sin intentar contenerse, pero sin ningún dramatismo. Luego continuó caminando sin calmarse, ignorando todo lo que la rodeaba, incluso a mí, que la había estado mirando descaradamente. Tuve el impulso de alcanzarla pero no lo hice, no supe qué le podía decir. Tampoco pregunté a los chicos que estaban junto a la instalación si había un motivo especial para hacerla. Ellos se habían vuelto tan irrelevantes como las chicas del balcón por la tarde.
Seguí mi camino a la casa. Llegué a mi habitación. Sentí que toda la realidad del lugar donde he estado este tiempo se me vino encima y me rodeó. Ahora estaba aquí, sin el otro referente, si n la muleta.
Por fin había llegado.