I
El problema de intentar cualquier discusión acerca de arte y literatura es que, tarde o temprano uno se topa con la frase de siempre: “bueno, en fin, es cuestión de gustos”. Uno puede alegar que cerrar la discusión así es asumir que el una forma de arte es como una marca de zapatos o un sabor de pezza, y no algo que nos configura profundamente como seres humanos; no podemos entonces reducir el asunto a un tema de gustos, o permitir simplemente que el mercado lo defina. Sin embargo, aún con personas que realmente creen en el arte como forma de vida y de percibir la realidad, uno termina encontrando muy a menudo esa pared, esa forma de acabar el diálogo. En esos casos suele asumir una forma más sofisticada: “al final es algo tan personal…”, “no sé, igual es lo que a mí me mueve”, “son diversas maneras de asumir las cosas” o, más directamente “es que esto es tan subjetivo”. Al final es el mismo argumento del gusto: al menos se acepta la importancia vital del arte, pero igual se vuelve al punto de aceptación de lo que sea o de la tolerancia silenciosa entre todos.
El problema es que realidad tal convivencia pacífica entre gustos no existe. Cuando digo esto podría invocar que detrás del gusto está el mercado, con sus fuerzas mezquinas y nada personales; también podría invocar la difusa y esquiva función moral o social del arte. Sin embargo, en este momento me interesa ver el problema desde otra posición: el arte sí es subjetivo. Pero precisamente por su subjetividad, quien vive en el arte (el artista, el lector ávido, el que va a cine o a teatro para algo más que el ocio…) no puede mantener por mucho tiempo la aceptación cordial de todas las posturas estéticas; puede callarse y aceptar el final de una discusión cuando alguien invoca el dichoso principio de la subjetividad o el gusto, pero pronto volverá a sus andanzas yo volverá a arrugar la nariz con disgusto ante lo que considera mediocre o francamente malo. ¿Por qué el artista o el lector ávido no se conforman con aceptar que entre gustos no hay disgustos? Cuando se está tratando de algo que está vinculado a nosotros, sentimos que debemos defenderlo, pues es a nosotros a quienes estamos defendiendo. He ahí, la contradicción: puesto que es subjetivo, no podemos decir que una forma de arte importante para otros es deficiente para nosotros sin insultar la subjetividad de esos otros, y sin embargo no podemos asumir nuestra propia subjetividad estética sin pelear tarde o temprano por lo que consideramos que es buen arte. Al final mandamos al carajo los buenos modales.
II
Cuando se discute racionalmente el arte, echando mano de las teorías (explicitas o no) y de las historiografías (aceptadas o no), hay que asumir que se le tilde a uno de ser un racionalista inútil, de disecar lo más vital del ser humano, de no entender la esencia del arte o de no vivirlo. Hay miles de argumentos contra estas afirmaciones. Pero uno no deja nunca de preguntarse si al final tienen razón quienes se las lanzan a uno en la cara, sobre todo cuando son artistas –artistas buenos buenos--. Porque en realidad son pocos los poetas que no expresan, así sea en cierta medida, sus dudas sobre la utilidad debatir el destino del arte en un terreno diferente al del arte mismo. El problema es que discutir racionalmente sobre arte es, indirectamente, discutir racionalmente sobre algo que es íntimo para nosotros o para alguien más. ¿Tenemos derecha a hacerlo? ¿Qué tan válido es decir que tal poeta es una basura sin ofender a aquellos que lo sienten como parte de sus vidas? Ese es el gran problema que esconde el rechazo a la crítica de arte, y también de la crítica cultural. Es casi imposible llegar muy lejos en un ataque a la música pop o a la televisión sin terminar ofendiendo a quienes ven televisión. Decir que la televisión es estúpida o que el pop es estúpido es finalmente decir que la gente es estúpida. Decir que un poeta es muy malo es decir que quienes lo leen tienen mal gusto, que algo muy profundo de ellos es al final tonto. Quien no se ofende, termina siempre pensando que quien critica es un dogmático o al menos tiene una sensibilidad diferente (deficiente). La pregunta es, ¿pierde por eso el derecho a discutir?
Criticar la subjetividad de otros, o criticar la propia subjetividad a través de la crítica de arte o la crítica cultural (si es que son diferentes) implica tomar una posición: lo que consideramos íntimo, más allá de la razón, puede ser simplemente algo aprendido, algo que otros nos han metido y que no es más que una idea estúpida o nefasta. ¿Son sinceras las lágrimas de un ama de casa cuando ve el final de una telenovela? ¿Es auténtica la veneración de un joven por un autor de culto? Cuando un cantante nos llega al alma, ¿es ese cantante quien nos ha tocado o es la industria? ¿Es a nuestra alma la que vibra o a la parte de nuestra consciencia que ha sido trabajada desde la infancia por la industria de la estupidización?
III
La producción estética, como la recepción estética, pasa por un momento irracional (o supra-racional, según se mire), la pregunta es que tanto somos nosotros en ese momento. Si lo que busca el arte es hacer emerger la autenticidad, lo no idéntico, ¿debe estar por fuera la razón de ese proceso?
Pero evidentemente el arte no tranza únicamente con lo racional, o si lo hace, sólo ocurre eventualmente. Pretender que la construcción estética es sólo un objeto de la razón, la técnica y las decisiones conscientes del escritor es dejar por fuera demasiados ejemplos de lo contrario. Pretender que es sólo producto de la inspiración es ignorar deshonestamente todo lo que no es intuitivo en el arte, pero también es ignorar que en los momentos de más inspiración pueden producir basura o que cualquier productor de basura puede invocar la inspiración y la subjetividad para blindarse de toda crítica. No hay un punto medio entre estas dos posiciones, sino más bien una tensión. Pero en todo caso tal vez haya qua asumir que todo acto de análisis del arte, aún del más irracional y sincero de todos, es un acto inevitable aunque implique necesariamente una ofensa inaceptable hacia alguien.
Pero no se puede perder de vista que de lo que se trata es de hablar sobre la propia existencia, y sobre la de los otros. Entonces se libran batallas intelectuales del modo más abusivo y toda la impopularidad que recae sobre el que analiza el arte es, en cierto modo, bien merecida.
IV
No se debe olvidar que todo análisis deja de lado algo en su mismo afán de explicar. La tranquilidad del que analiza es sólo una máscara, como es una máscara la tranquilidad de ciertos narradores. Esa máscara es válida en tanto que quien escribe lo sepa. Es decir, el análisis no es sincero cuando es melifluo o exhibe una subjetividad fácil, sino cuando quien escribe en el fondo no cree que está hablando de algo tranquilo y que sólo cumple con su trabajo, sino que se está jugando su propia exploración de la subjetividad. El problema es que entonces está siendo sincero; es decir, se está de nuevo cayendo en la trampa de no saber si lo que se defiende no es más que la exposición de una parte de nuestro ser que ya ha sido tomada o devastada por lo que nos machacan todos los días.